Manuel López Sampalo
El misterio del fútbol
A nuestro equipo no se le puede someter a un proceso de racionalización
Todos pensamos que nuestro equipo es especial. Incluso que de todos los aficionados del club, nuestra historia es la más singular. ¿Quién no se ha creído aunque sea un par de segundos el elegido? Que sí, que tú también: ‘The Special One’.
Luego escuchas el ... relato de un hincha del Leganés, del Villareal o del Córdoba y entiendes que todas las historias de fútbol se parecen unas a otras: la herencia de unos colores, el amor a un escudo, las locuras siguiendo a los tuyos, la vida que se entreteje entre partido y partido, los días de gloria y los de llanto, las emociones hiperbólicas, los ídolos y los villanos, autobuses, bufandas, camisetas, himnos, borracheras, padres, hijos, novias, goles y, por supuesto, fueras de juego.
¿Acaso creen que yo devoro los relatos de otros aficionados porque me interesa la historia del Castellón, del Murcia o del Espanyol? Claro que no, me atraen los sentimientos universales que envuelven la pelotita, la identificación. Eso es, la identificación con las emociones del narrador. Y por supuesto, el arte de saber contar, de escribir bien.
Que sí, que mi abuelo Paco, que vivió 74 años no pudo ver jamás a su Xerez Deportivo del alma en primera: se murió tres años antes del ascenso. Y que yo, que pensé que correría su misma suerte, he visto a los míos en la élite con 19 y en unos cuartos de Europa League con 29. Entonces, alguien podría afirmar que la historia de xerecistas y granadinistas ‒o la de béticos y racinguistas‒ se parece lo que Webó a Catanha. Si se hace una narración objetiva, pues claro que no tienen nada que ver; pero si hablamos de sentimientos, son el mismo relato. Mi abuelo apagando el televisor cuando le llegaban al Xerez, yo mirando hacia el Mulhacén cuando Luis Suárez va a tirar un penal; mi abuelo bancando al Jerez Industrial cuando subió a segunda, yo jaleando al Granada 74 cuando compró una plaza en la división de plata. Los dos celebrando los goles contra el Cádiz.
Saliendo de la ciudad, se pasa junto a un campo de fútbol sintético donde los gaditanos juegan sus pachangas. Una mañana de sábado, el autobús se quedó parado en el puente Carranza y me entretuve asomado al cristal siguiendo un partidillo entre veteranos. Yo iba para Granada a ver un encuentro de mi equipo. Me dio por pensar que igual que animaba ‒con emoción y sufrimiento‒ a once tíos millonarios que lucían la rojiblanca horizontal y que jugaban en un barrio, El Zaidín, el cual quedaba a 350 kilómetros de casa; ¿por qué no bancaba a esa alineación de gorditos, calvos y divorciados que vestían de Kipsta? ¿Acaso esa panda de paisanos ‘desgraciaítos’ ‒amorfos, torpes, tiesos y alegres‒ no me representaban mil veces más que Domingos Duarte, Gonalons, Luis Suárez y compañía?
Por supuesto que sí. No me podía identificar más con esos morcillones que seguro habían organizado la pachanga por un grupo de WhatsApp de cuyo nombre no quiero tener noticias ‒donde se intercambiarían ‘stickers’ de Franco y vídeos de Esther Expósito‒, y que más de uno esperaría al tercer tiempo para entrar de revulsivo.
El puente levadizo seguía cortado al paso de un barco y, por tanto, el bus atascado. Yo mantenía la vista en el césped, y siguiendo la impericia de esos señores con la pelota, me preguntaba cómo se podían desarrollar tales sentimientos ante un juego tan absurdo. ¡Que me iba a chupar cinco horas de carretera, más la vuelta, para ver un Granada-Alavés! Mi mente llegó hasta el extrañamiento, como cuando repites mucho una palabra hasta que pierde el sentido, y empecé a no comprender el fútbol, a descomponerlo, a cuestionarlo, ¡a racionalizarlo!
Porque esa es la clave: al fútbol, a nuestro equipo, no se le puede someter a un proceso de racionalización. Nada de lo que nos ocurre cuando cantamos nuestro himno en nuestro estadio, cuando celebramos un gol en el 92, cuando lloramos por no pasar a la final de Copa, etcétera; nada de eso se puede explicar desde la cabeza. Esto, nuestra historia como hooligans, la escribimos con la tinta que mana directamente de nuestras arterias. Explíquenme Dios. Explíquenme Maradona. Explíquenme Ighalo. Explíquenme Diego Martínez.