Manuel López Sampalo
Jerez de la Frontera
Estoy sentado en un banco de la plaza, a la sombra de un tilo, mirando un templete donde corretean los niños y en el que seguro jugó mi madre con sus hermanas y hermano hace medio siglo

Subo la calle Medina y al pasar por una bodega de sus ventanales me viene una pegajosa vaharada de vino dulzón. Paseo cual Robinson urbano por las calles de Jerez de la Frontera. Una ciudad casi desconocida para mí pese a ser la tierra de ... mi madre, de mis abuelos y de mis tíos. Se diría que la descubro caminándola a mi aire, no llevo brújula ni GPS; me guío por intuición, como si hubiese heredado el mapa de la ciudad, cual si llevara en la sangre de los pies las huellas de mis mayores. Lo bueno de no ir a ningún sitio es que no te puedes perder.
Pero pregunto a los paisanos, por el simple gusto de catar su acento y su cortesía. ¿La calle de las Naranjas? Y ahí llego, a esa casita de pueblo que hace esquina al socaire del Diario de Jerez. En las Naranjas se crio mi abuela Tere con sus hermanas, su madre y una mona. Ese hogar que alquilaron allá por el año treintaipico había sido la primera sede que tuvo Falange y allá se alojaba un tal José Antonio, apuesto hijo de Miguel Primo de Rivera, a la sazón dictador.
Concha y sus niñas vivían de subarrendar habitaciones a viajantes y trotamundos: pioneras en el Airbnb. Y la mona, claro, que se la trajo mi aventurero bisabuelo, que falleció joven, de Fernando Poo. Y el animal, en el balcón, vestida de flamenca y haciendo monerías a los curiosos que pasaban por la calle para verla. Saco unas fotos con el móvil y se las mando por Whatsapp a mi nonagenaria abuela que me responde con un gif del Planeta de los simios.
Retomo el camino y avanzada la Calle Larga, tuerzo a mano izquierda y doy con la plaza del Banco. En lo que hoy es una biblioteca municipal, estaba, como indica el nombre del lugar, el Banco de España. Mi abuelo Paco, cajero del mismo, vivió un buen tiempo en ese bello edificio de mármol y ladrillo con su familia, que es la mía. En ese mismo hogar, donde murió un continente y nació otro, colgaba su traje de luces Rafael de Paula antes de las corridas en el coso jerezano: y es que mi abuelo había enseñado a leer y escribir al entonces novillero cuando vivían puerta con puerta en la barriada. Gratitud eterna del torero gitano a Francisco Sampalo; quien en su parte lúdica gustaba de pasearse por Jerez con su hermano Toni y pararse a hablar con todos los majaretas e ir poniendo ingeniosos motes a los conocidos: recuerdo ahora a uno que le decían el cara-liebre.
Estoy sentado en un banco de la plaza, a la sombra de un tilo, mirando un templete donde corretean los niños y en el que seguro jugó mi madre con sus hermanas y hermano hace medio siglo. Alzo el vuelo y por una calleja empedrá salgo a una iglesia gótica, San Marcos, cuya fachada de piedra ennegrecida y sin afeitar los helechos guarda ese aire de esplendor decadente que tan bien resume la idiosincrasia de la ciudad. Para mí no es un templo cualquiera: es donde se casaron mis padres. Me ubico frente al cerrado portal de madera claveteada y evoco la imagen de mi progenitora avanzando hacia el matrimonio del brazo de su padre, disimulando el embarazo de mi hermana y con un ataque de ansiedad.
Rodeo la iglesia por fuera, avanzo y cruzo la plaza del Mamelón y mi instinto me dice que he llegado a mi destino. Me siento en la terraza de un tabanco y me pido una copa de fino con un papelón de queso. Anoto mis impresiones en las páginas de cortesía de una novela a medio leer, y concluyo que en el siglo del utilitarismo y la instantaneidad, estas pequeñas quijotadas son un antídoto contra la gilipollez. Pararte, caminar, mirar, preguntar, perder el tiempo para ganarlo. Bajar a la mina de tus orígenes, ponerle rostro a lo que te han contado, tocar la tierra que otros sembraron para ti, olvidarte por un rato del qué será de mí y preguntarte lo que fue de ti, dejar unas flores en el pasado de los tuyos.