Manuel López Sampalo
La enfermedad mental: salir del armario
Luego te arrepientes de no haber dicho la verdad. No tuviste el valor suficiente, por miedo o vergüenza --e incluso pereza--
¿Cuántas veces habrás mentido de camino a la consulta del psicólogo? Te encuentras con un conocido, un compañero o un pariente por la calle, cosa harto común en esta pequeña ciudad, y:
¡Quillo!, ¿qué?, ¿dónde vas?
(A este paso deben pensar que eres el cocodrilo del sacamuelas o tienes un lío de faldas con la auxiliar).
Luego te arrepientes de no haber dicho la verdad. No tuviste el valor suficiente, por miedo o vergüenza --e incluso pereza--: a que te señalen, a que te rechacen, a que te compadezcan, a que no te entiendan o simplemente a crear una situación incómoda en un cruce de palabras fugaz y casual. Sí, el que esto escribe, padece un trastorno de ansiedad generalizada; que para quien no lo sepa y resumiendo mucho es como vivir con la caja de los miedos --y las fobias y las obsesiones-- destapada. Y, ahora, lector, nada me impide confesártelo --sí, así en primera persona mejor--.
No cuento esto porque hoy sea el día internacional de la cosa, que no lo es; ni mucho menos porque pretenda dar lástima: ¡no, por dios!: antes me hago ‘tiktoker’ vegano o escribo un artículo elogioso-lacrimoso de James Rhodes. Mentiría si dijera que mi motivación principal es altruista y generosa, o como garabateé inocentemente hace un lustro: «Para poner mi granito de arena en hacer visible y desestigmatizar la enfermedad mental, y para romper el tabú aún existente en nuestra sociedad» ¡Falso!
Rebuscándome, creo haber encontrado lo que me mueve sinceramente a escribir sobre mi patología mental: la rabia. La maldita rabia fruto de la incomprensión y, especialmente, del injustísimo juicio al que nos someten --y sometemos: porque quién alguna vez no ha sentenciado a alguien sin pruebas…--. Y, aunque no se puede pedir que te comprenda quien no puede o no quiere hacerlo; sí respeto o al menos abstención por parte de esos que te tachan de «cobarde», «vago», «débil», «inútil», «fracasado» y más lindezas.
Y luego están las comparaciones, ¡ay, las dichosas comparaciones!: que si tu primo, que si tu amigo tal, que si tu vecino el del sexto. «¿¡Y tú qué sabrás, so papafrita!?», le entran ganas a uno de arrearle. Y, ay, los que banalizan el asunto, convirtiendo esto en el cuento de Pedro y el lobo: los que dicen estar «depres» o tener «ansiedad», sin reparar en que quizás, a lo mejor, es posible, puede que ¡estén simplemente tristes o nerviosos!
Al resto de ansiosos del cará, de pastilleros chiflados, de loquitas del có, de fóbicos que le tienen miedo hasta a los jerséis de Fernando Simón, etcétera, que sé que somos legión, decirles: ¡Romped la puerta del armario y mandad al ‘dentista’ a esos ‘cuerdísimos empáticos’ de las puñetas y el mazo! Y, oye, que igual que este tiene diabetes, ese psoriasis y aquel una cardiopatía; nosotros padecemos esto. Y punto.
Posdata: Si alguna vez me veis por la calle con prisas, cara de dolor y un pedazo de flemón, y encima os digo que me dirijo a la clínica dental, no os vayáis a pensar que voy a visitar a mi psicóloga: tan loco no estoy.