Manuel López Sampalo
La enfermedad del columnista
El columnista es contradictorio, caprichoso y codicioso: quiere el celibato y una amante, una huelga de hambre y un banquete
El columnista busca la soledad. La necesita. Conoce el peligro que conlleva ir hacia ella, que es no poder volver, pero lo asume. Se resigna a quedarse solo, como un viejo a la muerte. --«Aunque muera contigo, por dios, Soledad, solamente te pido que no ... me abandones»-- Porque la soledad es una isla que se alcanza en bajamar, caminando por las rocas, y la marea está subiendo. En realidad el columnista quiere vivir en una torre como la de Montaigne --donde limitarse a leer, pensar y escribir-- pero con wifi y un pub a 500 metros en el que aparte de cerveza Alhambra sirvan boquerones fritos y papas aliñás.
El columnista, por tanto, es contradictorio, caprichoso y codicioso: quiere el celibato y una amante, una huelga de hambre y un banquete, un perro al que sacar cuando su dueño lo necesite, una borrachera sin resaca, un préstamo sin intereses, un compromiso voluntario, un oxímoron redundante, un café sin alcohol, una cerveza descafeinada.
El columnista es egoísta. El suyo es el único camino que conoce hacia el templo de las columnas. Prioriza su tiempo. Un tiempo que gasta pensando bases, fustes y capiteles de tinta. El columnista es un ladrón que le roba tiempo a sus personas queridas y a sus lectores. Le hurta dedicación a su abuela, que vive la prórroga vital a los 90 años; a su madre, que con 60 tiene anciana la cabeza; a sus primos, que ya no volverán a ser niños y no podrán jugar con él. Es un arrepentido preventivo.
El columnista siempre sale a devolver. El columnista recibe un pase de Iniesta y te devuelve un centro de Arbeloa. Le regalas un imperio y te trae de vuelta una pedanía. El columnista es un depósito sin fondo de confianza que, como un Mikel Landa, va malgastando fracaso a fracaso. Al columnista, como a un Dios, solo se le puede tener fe.
El columnista es un gato que necesita escapar por tejados y azoteas, pero que le dejen la ventana entreabierta para volver, cuando él quiera, en busca de comida y cariño. El columnista no puede ser un perro faldero ni un lobo estepario. El columnista es una sanguijuela que no lee, sino que vampiriza. No dialoga, sino que te absorbe las frases, las ideas. No observa, sino que graba.
El columnista está enfermo de columnismo. Siguiendo a Julio Camba, todo para él es susceptible de entrar en una columna: una flor, una conversación, un gol, una tormenta, una botella de limoncello, un soneto de Borges, un océano o una mirada de reojo. El columnista, aunque parezca un ocioso, no tiene vacaciones porque la columna no entiende de pueblos ni de horas. El columnista no sale a correr, sale a escribir; no se echa al Atlántico a nadar, escribe a crol. El columnista es incapaz de disfrutar: porque hasta el disfrute puede acabar colgado de una columna.
El columnista es consciente de la generosidad y el sacrificio ajenos que esto supone. El columnista sólo puedo agradecerlo y pedir perdón.