Manuel López Sampalo
El desayuno
Un par de tostadas de pan recio de campo, fiambreras de zurrapa, manteca y sobrasada dispuestas frente a ti esperando a ser untadas

Un domingo de verano. Te levantas a tu amor, sin despertador. Desayuno al fresquito en la terraza de un cortijo. Un par de tostadas de pan recio de campo, fiambreras de zurrapa, manteca y sobrasada dispuestas frente a ti esperando a ser untadas. Un plato ... con los restos de la pringá de ayer. Un aceitero antiguo, casi oxidado, relleno de virgen extra y su ajito flotando. Una taza de café expreso doble con un chorreoncito de leche y una gota de Baileys. Un vaso de caña que rebosa zumo de naranja recién exprimido. El olor del periódico aún caliente, preñado de suplementos dominicales, que se ofrece como una gaviota planeando.
El cielo cada vez más celeste y los timoratos rayos de sol, horizontales, que se filtran por el hueco entre la higuera y el pozo atemperando la brisilla mañanera que viene anunciando la humedad de las choperas. Masticas ese pan templado y poroso y una lágrima colorá se te escapa por la comisura mientras el paladar recibe el sabor picante del chicharrón que es potenciado por el sorbo cafetero. La humanidad silenciada; se oye como un himno lejano los pasos del agua por la acequia, los perros que ladran allá en la montería y el gori-gori de los pajarillos, heraldos de la muerte de la noche y de la llegada del nuevo día, teloneros del zumbido de la chicharra. Te llevas el índice a la punta de la lengua, pasas la página del diario y das un sorbo al jugo de naranja.
O el desayuno rápido y castizo, los veinte minutos que te escaqueas del curro, y ese camarero clásico que con bulla te dice «Manolo, lo de siempre, ¿no?». Te acodas en la barra de chapa del bar de menú y lees el artículo de Antonio Burgos –subrayado por alguna gota de aceite– cuando ya Manolo, que así también se llama el que atiende detrás del burladero, te está poniendo lo tuyo: «Er cortaíto, la media de paté… y la palomita de Machaco de Rute ahora te la pongo».
Y ese otro desayuno, clásico donde los haya, en el que al cabeza de familia, en su día feriado, le ha dado por madrugar y despierta a toda la casa al olor de los churros (o porras o calentitos o tejeringos). Quizás cumpliendo su papel primario de proveedor/cazador. Dulce amanecer al despertador de los rugidos del estómago vacío y el riego de las glándulas salivales. Ese papelón de estraza al centro de la mesa con esa rueda de porra gorda de patata y los montoncillos de azúcar que en torno a esa sierpe calentita cada uno va formando. Luego, ya sólo queda sumergir el tejeringo en la taza de chocolate o café con leche y está la faena hecha a falta de la correspondiente visita al señor Roca.
Ya por último, el desayuno de bufé en hotel de postín donde uno se pone hasta nervioso y se bloquea con el plato en la mano como un discóbolo yendo de la zona de los ibéricos a la de los dulces, de la plancha a la de la fruta. Primero, confuso, te sientas a la mesa con un panecillo y un par de cacharrillos de mantequilla y mermelada. Pero te vas encontrando, te vas animando y en la segunda salida vuelves con dos platos rebosantes: en uno, un par de huevos fritos, con judías pintas, beicon, tomate a la plancha y uno de Liverpool que viene detrás cantándote el ‘Oh, my Darling friend’; en el otro, una torre de tortitas que juntas alcanzan el grosor de los dos tomos de ‘Guerra y paz’ regadas con sirope de chocolate, caramelo, cacahuete, arce y morcilla de Burgos. La tercera vez que te levantas, a duras penas, ya vas pensando en aprovisionarte para el almuerzo y regresas a la mesa con el material propio de la cocina de los ‘100 montaditos’.
En fin, y luego te viene el que te dice que no desayuna, «si acaso una taza de café»: ¡Te quí ya, so papafrita!