Manuel López Sampalo

53 columnas por error y una tribuna equicovada

Hay ocasiones que después de enviar una columna he salido a correr pensando: «Manolo, aprovéchala bien, que es la última carrera que te das sin escolta»

Manuel López Sampalo

Parafraseando a Juan Carlos Aragón, ya sólo me quedan 24 años para la Pluma de Oro; si es que acaso eso existe. Y es que hoy se cumplen 365 días desde que empecé a escribir para esta casa. Es un milagro que todavía, después de ... 53 sábados de resaca, me sigan permitiendo hacerlo. Y es que a mí, si me dejan soltar un disparate en mis artículos, me vengo arriba y a la semana siguiente cuelo dos. Así progresivamente hasta que mi escrito se convierte en una sucesión de dislates en el que si se encuentra un argumento medio razonable, le pido al lector, por favor, que me lo señale para corregirlo de cara a la próxima vez. A ese mismo lector, por cierto, no sé si aconsejarle, por su salud, que cambie de columnista o de camello.

Cádiz, platera, es una ciudad tan pequeña que se diría que cabe en un artículo de opinión. Pues fíjense si hay que estirar el chicle para contarla en 53+1: he tenido ocasión, y es literal, hasta de cachondearme de mi propia abuela. El milagro, el segundo milagro, es que después de un año mi integridad física sigue intacta. Hay ocasiones que después de enviar una columna he salido a correr pensando: «Manolo, aprovéchala bien, que es la última carrera que te das sin escolta». Después de los bastinazos que he firmado sigo sin comprender por qué no tengo que mirar cada mañana debajo del coche: bueno, sí, porque no tengo coche. Llegué a la conclusión de que en la Tacita, con el tema del carnaval y tal, la gente es muy tolerante y admite hasta la más grosera de las críticas; tres minutos después llegué a la conclusión de que había concluido una gilipollez como la coca de un primo.

Entonces se me enciende la bombilla e inmediatamente intento apagarla por lo de la factura de la luz. Pero ahí sigue la cabrona, alumbrándome la solución correcta: nadie en Cádiz me quiere matar porque nadie me lee --suspiro de alivio--; ni siquiera mi editor: de ahí que en este año haya podido colar desde citas apócrifas de autores de mi invención hasta un punto y coma bien puesto. Y en estado de lucidez, surge la metáfora, mientras la factura de la luz va subiendo como el taxímetro de camino al aeropuerto. La metáfora: yo soy el barman que sirve vodka del malo, del que se llevan los chavales a la Punta, de esas botellas que no tienen filtro y voy llenando el vaso del cliente a la espera de que este me diga: «¡vale, vale, ya!»; pero como al otro lado de la barra no hay nadie, el alcohol desborda el vaso y empieza a inundarlo todo.

El tercer milagro es el de la regularidad. Con 6 años, mi madre me apuntó a kárate en el colegio y, aunque el olor a pies del tatami se ha quedado en mis pituitarias de por vida, no pasé del cinturón blanco. Con 10 tuve mi primer álbum de cromos de La Liga; sólo completé el Tenerife porque 7 jugadores causaron baja. Con 16 fui a clase de guitarra: en singular porque acudí a una lección. Una vez tuve una novia: fueron los peores cinco minutos de mi vida. Y se me murió una planta por no regarla: ¡era un cactus! Con este palmarés --digno de maillot verde en el Tour--, se pagaba a 357 euros en CadiWin a que el menda fuera capaz de enviar 3 columnas consecutivas a La Voz. Pues ahí lo tienen: un año, semana a semana, acudiendo fiel a la cita. Estoy por volver a kárate.

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