Yolanda Vallejo - OPINIÓN

Mala memoria

Fuimos uniendo frases que se habían quedado olvidadas en las largas sobremesas con la historia oficial. Nombres muy reconocibles en informes, en fosas… que dejaron de ser lo que nos habían contado

Fotograma de 'Los santos inocentes'

YOLANDA VALLEJO

Los que pasamos ya de los cuarenta crecimos en un lugar donde el equilibrio entre el silencio del pasado interior y el ruido del futuro exterior, que solo intuíamos a través de la televisión, nos hizo confiados, alegres y despreocupados hasta el extremo de que nunca preguntamos de dónde veníamos porque sólo nos interesaba saber a dónde seríamos capaces de llegar. La inquebrantable voluntad de nuestros padres se había centrado más en proyectarnos hacia un mañana, que en explicarnos un ayer al que ellos tampoco encontraban ninguna explicación. Habían hecho un pacto de silencio, casi sin saberlo, un exilio forzoso de su propia historia y habían construido para nosotros una memoria histórica en tecnicolor disfrazando de sueños todas sus pesadillas, que no eran pocas. Nadie preguntaba nada. A eso lo llamaron cerrar la herida en falso, lo llamaron mirar para otro lado, lo llamaron Transición.

Mirábamos viejas fotografías pero nunca buscábamos respuestas, simplemente porque nunca hubo preguntas formuladas más allá de un leve convencionalismo de presentaciones mal hechas, ¿quién es?, ¿qué me tocaba?... y poco más. A muchos nos contaron que a nuestras familias no le llegó a salpicar la ola de la represión, ni el odio de la posguerra, que ninguno de los nuestros tuvo que huir –exilio me sigue pareciendo una palabra demasiado dulce para el horror–.

Luego fuimos uniendo frases que se habían quedado olvidadas en las largas sobremesas con la historia oficial. Nombres muy reconocibles en informes, en fosas… que dejaron de ser lo que nos habían contado. De pronto, mi bisabuelo había sido un «hombre de ideas», secretario de un Ayuntamiento de pueblo al que casi fusilan una tarde de julio, un tío abuelo materno estuvo «asustado» durante años, mi abuelo, después de la guerra, nunca pudo volver a su trabajo… Retazos de historia, mezclados con nuestra propia crónica sentimental. Para mi propia memoria histórica tengo dos fotos. En la primera aparecen un grupo de mujeres jóvenes y felices, puede que estén en la feria, por los farolillos y por los colores que se adivinan en sus vestidos aunque la foto es en blanco y negro. El peinado de todas ellas es inequívoco, debe ser 1935 porque la niña rellenita vestida de blanco y riéndose que les acompaña, es mi madre y apenas tiene dos años.

En el grupo de mujeres felices está mi abuela con sus amigas, podría ser yo con las mías, sonriendo a la cámara, pasándolo bien. Posiblemente, por la edad que tienen, todas estén casadas, pero los maridos no aparecen en la foto, no hacía falta. Tenían lo más importante, risas, alguna copa de vino y toda la vida por delante.

La segunda foto es de una década después. También en blanco y negro. Parecería la carátula de Los Santos Inocentes si no fuera porque reconozco todas y cada una de las caras. A la puerta de su casa, en el centro, mi abuela está sentada con la máquina de coser que dio de comer a toda la familia y con los hijos que le quedaron. Apenas tiene cuarenta años, pero ya parece la vieja que me contaba historias de la Biblia con voz lúgubre, nada que ver con la que años antes vino a Cádiz de viaje de novios. En la fotografía debe ser invierno, aunque nadie lleva ropa de abrigo, –quizá siempre era invierno– porque todos visten ropas oscuras y como enlutadas. La niña que era rellenita tiene apenas doce años, está muy delgada y ya no se ríe, ni se ríen los dos niños que hay sentados a su lado, ni la madre. En esta ocasión tampoco aparece el padre, que estaría arrancándole al monte algún conejo para distraer el estómago, o en el tabanco arrancándole al vino las fuerzas para distraer el alma. En sus miradas se adivina el hambre, el silencio y la tristeza. Eso es lo que están, tristes. No son niños, no juegan, no van al colegio, no toman leche ni pan caliente. Sólo viven. Sólo sobreviven.

En este país hemos tenido muy mala memoria histórica. En parte por el olvido institucional y en parte por el alto precio que pagaron nuestros mayores para que nosotros viviésemos en un futuro perfecto. En parte por una política demasiado simplista y en parte porque aún no están curadas todas las heridas. Y las heridas, cuando cicatrizan mal, acusan mucho los cambios del tiempo. Es lo que nos ha ocurrido en este país; por eso, iniciativas como las de nuestro Ayuntamiento con la celebración de las Jornadas por la Memoria son cada vez más necesarias para limpiar a fondo el trastero de resentimiento atrasado y de falsas interpretaciones. Para entenderlo hay que seguir mirando las fotos.

Guardo las dos fotos en blanco y negro junto a otras en las que ya aparecen mis hijos, felices, tostados por el sol, jugando, el primer día de colegio, en las fiestas de fin de curso, el día de reyes, montando en bicicleta. Son fotos normales de niños normales a los que nada ni nadie les impide crecer en libertad. Guardo todas las fotos juntas para que ellos las miren –como yo miraba aquellas que no comprendía–, para que, de verdad, tengan memoria histórica, para que comprendan que el mundo no siempre es redondo, y para que, si no saben a dónde vamos, sepan al menos, de dónde venimos.

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