Montiel de Arnáiz

Lucía y el Rey

No recuerdo su nombre -puede que fuera uno de esos con los que las madres, cada vez más abuelas, trufan libros de familia- pero llamémosla Lucía

Montiel de Arnáiz

No recuerdo su nombre -puede que fuera uno de esos con los que las madres, cada vez más abuelas, trufan libros de familia- pero llamémosla Lucía. Se acercó de la mano de Laura con expresión tensa, no temblorosa, sí respetuosa, y me miró de lado, sin atreverse a encontrarme. Al llegar a mi lado hizo ademán de subir el escalón y la ayudé, aupándola a mis rodillas. Lucía miró mi barba mezclada con barba postiza y clavó la vista en el horizonte: un graderío repleto de padres inmortalizando momentos. Le pregunté el nombre a Lucía y me dijo que Lucía, siempre sin mirarme. «¿Me has escrito una carta?», le dije, y respondió que sí, y que también a Papá Noel. «Es amigo nuestro, no te preocupes», la tranquilicé. Lucía recordaba la mayoría de los juguetes que me había pedido en su carta: un Yokai Watch, un stick, y un osito de peluche de cuyo nombre (anglosajón) prefiero no acordarme.

Con la suavidad de la seda agarró mi mano vestida por un guante de color vino de talla inferior a la adecuada y levantó sutilmente la barbilla, dejándome ver por primera vez dos ojos rebosantes de inocencia. «¿Te has portado bien este año?», pregunté. »¿Te has terminado la comida?», insistí. «¿Has obedecido a tu madre?», acabé, atemorizado con que respondiera que su mamá había muerto en Alepo. Sí, asintió. «Te propongo un trato, ¿quieres?». Lucía buscó al fin mis ojos rebosantes de vejez, ocultos entre unos rizos rubicundos que daban calor como brasas ardientes. «La noche del día cinco deja tus zapatos debajo del árbol de navidad, para que yo sepa dónde colocar tus juguetes. ¿De acuerdo?».

Me asaltó un nuevo terror: que Lucía dijera que no había árbol de navidad en su casa o que no tenía zapatos, pero la pequeña volvió a responder que sí mientras una sonrisa de felicidad iluminaba su rostro, al fin relajado tras minutos de tensión. «Toma, el primer regalo que te doy», le dije mientras extendía la mano derecha hacia el mismo lado. Un paje me entregó una bola de hockey, se la di a la niña y la ayudé a bajar.

Mientras retornaba a la fila Lucía se volvió hacia mí y me dijo adiós grácilmente. Bajo mi disfraz, el corazón de un Rey Mago latía, exultante.

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