Lluvia
Quizás en un futuro, por desgracia, según vaticinan, no muy lejano, las nubes pasarán de largo por encima de las cabezas de nuestros descendientes
Quizás en un futuro, por desgracia, según vaticinan, no muy lejano, las nubes pasarán tan de largo por encima de las cabezas de nuestros descendientes que los padres tendrán que llevar a sus hijos, tal y como el coronel Aureliano Buendía recordó que había hecho ... el suyo para darle a conocer el hielo, a alguna región remota para que puedan contemplar la lluvia. Esto se me viene a la cabeza cuando hablo con Ignacio de aquellos tiempos de su juventud, «cuando llovía», como él mismo dice con cierto asomo de añoranza.
Miembro de una prole numerosa, como era el objetivo de los matrimonios campesinos en aquellos tiempos que los niños aún venían con un pan bajo el brazo, Ignacio nació y se crio a orillas de la laguna de la Janda, el humedal cuya desecación constituyó uno de los mayores atentados ecológicos cometido en nuestro país por la alianza de los poderes político y financiero en los tiempos modernos. La mítica laguna Estigia, según algunos defienden, donde las almas de los muertos de las civilizaciones desarrolladas venían a este apartado extremo del mundo en busca del reposo definitivo. Esas almas que sufrieron el mismo desahucio repentino que todas las aves que tenían ahí su hogar o hacían de ella fecunda estación de tránsito en los ciclos de sus movimientos migratorios.
Ignacio recuerda sus largas jornadas a lomos de su montura, cuando cada diez o doce días tenía que viajar desde la finca donde encontró ocupación hasta la casa familiar para la obligada muda de la ropa. Me narra aquellas repetidas aventuras bajo los inclementes aguaceros que inundaban los campos y reabrían las viejas heridas de los ríos transformando sus cauces en fronteras en cuyo cruce te jugabas la vida.
Tras el fracaso de la reciente cumbre de Madrid, donde los imperativos económicos han hecho oídos sordos a las voces de la alerta ecológica, el calentamiento global sigue amenazando con un reparto aún más desigual de la masa de agua dulce del planeta. El panorama apocalíptico de los océanos devorando las costas y los desiertos extendiendo sus lenguas de fuego hacia el interior de los continentes. Ahora, cuando uno mira hacia el cielo, lo hace con temor, como quien solo puede esperar de él un merecido castigo divino.
Ignacio me habla de caballos expertos que sabían encontrar las veredas en las tierras inundadas o cruzaban a nado las zonas menos profundas llevando sobre las grupas a los jinetes que, desde la lejanía, parecían recrear el milagro de caminar sobre la aguas. Me habla de las piaras de cerdos que, conforme la laguna se iba evaporando, eran conducidas por sus dueños para que hicieran su festín con los gusanos, con las raíces de las castañuelas, con los peces atrapados en el barro.
Historias de no hace demasiado tiempo, pero a las que las ubres secas de los cielos les están confiriendo ya un carácter de leyenda. El carácter mítico de aquel «cuando llovía» que, más que un viejo recuerdo de juventud, sale de los labios de Ignacio con el tono de una oscura premonición. Como el designio que viniera a hacer justicia a los desafueros de los hombres que, arrasando los hogares sagrados de los pájaros y sin respetar ni siquiera el descanso eterno de las almas de los muertos, interfieren los ciclos naturales de las aguas y continúan cavando su propia tumba en cumbres internacionales donde solo se constata la tormenta seca de un fracaso que no ha sorprendido a nadie.
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