Julio Malo de Molina

Levante estival

Estos días hemos visto cómo las rachas de levante producen en las playas finas tormentas de arena

Este verano será de levante, la gente de la mar lo sabe, hay signos que lo preludian y nadie como los marineros, cuya vida depende de los vientos, las corrientes, las mareas, los cielos, las nubes, los temporales y las estrellas, para predecir la meteorología, mucho mejor que los programas televisivos y las aplicaciones informáticas. Más en Cádiz, ciudad marinera situada desde hace milenios en el centro de todos los mares, justo en la bocana de una luminosa y serena bahía redondeada; «sobre esta escollera siempre ha debido existir una ciudad» comentó el catedrático de la Politécnica madrileña Gabriel Ruiz Cabero al presentar mi libro ‘Cádiz: Un Paseo’; María Teresa León emplea la metáfora ‘barco de piedra’ para definirla, aunque yo prefiero hablar de Palacio Marino, tal como la podría haber descrito Dino Buzzati. Todo gaditano de casta es perito en vientos, y sabe bien que el fresco y húmedo poniente es el aire dominante, pero por lo común se teme al levante, un viento racheado, cálido y seco, particularmente incómodo en verano. Recuerdo que al poco de llegar con mi familia hasta aquí, nos visitó tío Luis, un montañés de mundo que tuvo la mala suerte de pasar su estancia en Cádiz bajo una pertinaz ventolera del este que ni siquiera respetó ese dicho popular: «levante que juevea no dominguea»; aquel hombretón del norte juró no regresar nunca a ciudad tan castigada por las cóleras del dios Eolo.

Pues Cádiz es producto no solo de los mares sino también de sus vientos, la incomodidad de cierto levante estival compensa los temporales de ese poniente tendido que llena de humedad las tabernas portuarias donde los marineros ahogan a golpe de manzanilla en rama las penalidades de largas travesías. Lorena procede de la campiña sevillana y lleva muchos años trabajando en Cádiz, ella explica cómo convive mejor con las calores secas propias de los días de levante, frente a lo mal que lleva la fría humedad salobre y pegajosa que llega habitualmente desde el océano; contra la opinión de muchos, disfruta los momentos de ‘levante en calma’, cuando aún no se perciben los golpes del viento pero sí cierta calidad ambiental como consecuencia del control de la humedad relativa del aire.

Estos días hemos visto cómo las rachas de levante producen en las playas finas tormentas de arena, lo cual retrae a gente que así pierde las delicias del agua de mar cuando sopla el viento procedente del interior, pues sin duda las olas del levante resultan más placenteras, frente a la incomodidad de los arenales. Por otra parte, las historias de presuntos trastornos emocionales producidos por estos vientos pueden carecer de estricto fundamento; cosas parecidas se dicen de la tramontana en el Ampurdán, del terral malagueño, o de los alisios en la isla de La Palma; aunque sí puede atribuirse a los países de vientos fuertes que la gente hable alto. Puestos a escoger, me quedo también con las noches de levante en calma, como aquella en la cual conocí a Lorena, feliz con su faldita corta y sus sandalias de tacón que descalzó para pasear de mi mano por la dilatada playa oceánica de Cádiz, tiempo antes de una desacertada decisión municipal de iluminarla como si se tratara de un estadio de fútbol en partido nocturno. Por suerte, la medida ha sido revocada, y la arena acoge de nuevo a los amores ocasionales que el susurro de los vientos de levante propician.

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