Ramón Pérez Montero
Levaduras
La sociedad humana, como cualquier otro organismo multicelular, está formada por individuos egoístas
Si de verdad queremos conocernos, nada mejor que mirarnos al espejo de nuestros parientes más diminutos. Compartimos unos tres mil genes con la levadura de la cerveza, por lo que podríamos decir que un 12 % de cada uno de nosotros está cortado según el mismo patrón de estos organismos. Actuales experimentos de laboratorio han observado dos tipos de comportamiento entre las células que conforman las levaduras. Las cooperantes, por un lado, y las aprovechadas, por otro.
La sacarosa, el azúcar que ponemos al café, constituye junto a otros su alimento. Para sacarle rendimiento energético a este azúcar es preciso metabolizarla, ‘comerla’, en el idioma de la levadura. Para ello las células deben hacer el correspondiente gasto individual en producir la enzima que se encarga de tal tarea de picado. Aquí se presenta el gran dilema: esforzarse para producir la enzima o bien aprovecharse de la ya fabricada por las demás y procurarse almuerzo gratuito. Muchas optan claramente por lo segundo.
La sociedad humana, como cualquier otro organismo multicelular, está formada por individuos egoístas que antes que nada buscan su beneficio personal. Que estos entreguen su esfuerzo al grupo a cambio de nada es algo que no encaja en la exigente ecuación darwiniana. Si las células cooperantes, por su lado, no obtienen el alimento correspondiente a cambio de su generosa aportación, morirán sin transmitir sus genes, con la consiguiente ruina para la especie. Los experimentos han demostrado que consiguen ese objetivo.
Como vemos se trata de una cuestión puramente económica. Invertir para ganar. Perder significa morir. Una ley que cualquier físico estadístico puede corroborar. Llegados a este punto parece que podemos concluir que la sociedad no sólo se construye en base a los individuos altruistas, sino que requiere de la existencia de los tramposos para que el sistema alcance su equilibrio energético con respecto a las exigencias del medio en que se nutren. Si todos colaboran el gasto de energía del conjunto es superior al beneficio que procura el alimento obtenido. La actuación de los vividores disminuye el gasto total y entonces es cuando salen las cuentas. Las consecuencias éticas son palpables. Ni el castigo, ni la recompensa ni la buena o la mala reputación constituyen los cimientos de nuestra civilización. Los malos son mimbres tan necesarios como los buenos para la construcción del cesto social.
Para quien no lo acabe de entender, tenemos el juego del dilema. Imagina que eres un náufrago en una balsa con un segundo sobreviviente. La mejor estrategia sería que el otro remara para ganar la costa mientras que tú, ahorrando energía, estaría menos expuesto a la deshidratación. Esto te garantizaría en mayor medida que salvaras tu vida a costa del esfuerzo ajeno. El éxito genético, objetivo prioritario de cada especie, se habría logrado. Esta estrategia sería igualmente la más beneficiosa para tu compañero de viaje. Las otras opciones: no remar ninguno (condena a muerte para los dos) o remar de común acuerdo (la salvación o la perdición para ambos).
Nuestra sociedad es la balsa de los náufragos. Para que nuestra especie sobreviva, la inversión en gasto energético del grupo debe ser mínima con respecto a la obtención de beneficios. Remar todos supone un despilfarro de energía que no garantiza la transmisión de los genes. El comportamiento deshonesto ahorra costes globales al sistema y mejora el rendimiento social cuando se consigue una proporción ideal entre altruistas y aprovechados. Al final les tendremos que estar sinceramente agradecidos a Puyoles, Bárcenas y Urdangarines.