¿Justicia ciega?
La extrema izquierda femenina no basa sus propuestas en la búsqueda real de la igualdad entre hombres y mujeres, sino directamente en el odio hacia el género masculino
Me pongo en el pellejo de esa mujer. De esa mujer obligada a tener relaciones sexuales sin su consentimiento por un hombre que ha aprovechado su superioridad física para forzarla. Para sumirla en la más terrible de las pesadillas. Y por supuesto que empatizo. Me ... estremezco. Soy incapaz de llegar al fondo de su dolor, de profundo que debe ser. Salgo de ese túnel. Trato de pensar con frialdad y ver qué podemos aportarle todos nosotros, como sociedad, a esa mujer destrozada. Lo primero, huelga decirlo, debe disponer de todos los recursos públicos necesarios para superar tan traumática experiencia. O al menos para aprender a vivir con ello. Y por supuesto hay que poner también a su disposición todos los mecanismos legales para que se haga justicia. El problema, desde el punto de vista judicial, es cómo hacerlo. Cómo equilibrar –en esa balanza sujetada precisamente por una mujer con los ojos vendados y espada en mano– los derechos de hombres y mujeres sin que ninguno prevalezca sobre el otro. Difícil. Muy difícil. Y más aún cuando quien tiene que tomar las decisiones ha de hacerlo en base a leyes perversas. A leyes teñidas de populismo y radicalidad que desvirtúan nuestro Estado de Derecho, nuestras normas democráticas de convivencia, cambiando a esa mujer que simboliza la justicia ciega por otra con el puño izquierdo en alto, megáfono y camiseta con el lema «Hermana, yo sí te creo». A esta imagen casi caricaturesca han reducido unas cuantas ultrafeministas la verdadera lucha de la mujer. Como si esa frase fuera garantía de algo. La presunción de inocencia, uno de los pilares fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico, una de las bases sobre las que se sustenta cualquier sociedad mínimamente madura y desarrollada, rota en mil pedazos. Esta semana han triunfado nada menos que en el Congreso de los Diputados las políticas adolescentoides que están convirtiendo España en un país bananero. Estamos, de nuevo, ante un claro ejemplo de la ideologización, de la politización de todos los ámbitos de nuestra vida. De doctrina de extrema izquierda feminista. Por supuesto que hay que luchar contra los abusos a las mujeres, pero esta ley da un peligrosísimo paso más hacia la criminalización del hombre por el mero hecho de serlo. Y desde luego no va acabar, ni mucho menos, con el problrma. Todo gracias a las extremistas que no basan sus propuestas en la búsqueda real de la igualdad entre hombre y mujeres, sino directamente en el odio hacia el género masculino. Están dando herramientas a mujeres –afortunadamente una inmensa minoría, pero algunas hay– que utilizarán esta ley en su beneficio como una lamentable arma de venganza hacia el hombre. Al tiempo. No necesitan pruebas, vale su palabra. Sinceramente a mí me da pánico. Me da pánico que decisiones políticas y jurídicas tan importantes como estas estén en manos de personas con una visión de la realidad tan distorsionada como la ministra Irene Montero. Es delirante.
A estas alturas de este artículo, si usted es una de ellas, ya me habrá colocado la etiqueta de fascista, machista o cualquier otra similar. Me da exactamente igual. Esto es mucho más serio que la palabrería barata y manoseada. Hablamos, insisto, de los pilares fundamentales de nuestra democracia. Por esa misma regla de tres, podríamos justificar en base a nuestras creencias, a nuestra ideología, a nuestra forma de entender la vida, cualquier acción que busque un bien mayor. Podríamos justificar la tortura a Miguel Carcaño o al Cuco hasta que confiesen dónde está el cuerpo de Marta del Castillo. Sólo nos haría falta esperar a que llegue al poder otro político un poco más radical y lo convirtiera en Ley. Quizá lo hagan los mismos que están ahora si les damos algo más de tiempo. Las líneas rojas hace mucho que dejaron de existir.
Me pongo en el pellejo de esa mujer. Y me estremezco. Por ella. Y también por nuestro país, que se está desintegrando por culpa de aquellos que utilizan su desgracia para esparcir su ideología. Su podrida forma de entender la vida.