El Rastro confinado

El Covid-19 ha detenido una actividad que no consiguieron interrumpir los bombardeos alemanes durante nuestra guerra civil

El extenso mercado callejero que cualifica Madrid desde el siglo XVII, tanto como la hermosa luz de sus cielos, ha suspendido el pasado domingo 15 de marzo de 2020 el pálpito agudo de vida que cada domingo le convertía en el corazón vivo de la ... capital, lugar de encuentro para, entre hallazgos, quedar con los amigos, dar un paseo, desayunar porras o tomar cerveza, que en ningún lugar del mundo la tiran mejor. El Covid-19 ha detenido una actividad que no consiguieron interrumpir los bombardeos alemanes durante nuestra guerra civil, cuando ahí precisamente, los republicanos resistentes cantaban: «De las bombas se ríen, mamita mía, los madrileños». Siguiendo la ancestral tradición que identifica la ciudad como espacio de mercado, también en las urbes actuales los «flea markets» desempeñan un papel determinante en su morfología, como Porta Portese en Roma, Cité Vernaison en Paris o Camden Lock en el norte de Londres. Las historias del Rastro madrileño tejen nuestra mejor literatura costumbrista: Mesonero Romanos, Galdós, Blasco Ibáñez, Pío Baroja, Gómez de la Serna, Gloria Fuertes y Andrés Trapiello. Éste último, en «El Rastro. Historia, teoría y práctica», describe cuarenta años de paseos por el lugar, «poco antes de las ocho de la mañana y en ayunas».

Como Trapiello, he pasado mi vida en Madrid visitando el Rastro, creo que tal vez para reencontrar mi infancia. Por eso, me llenó de tristeza cuando mi hijo Javier contó la noticia, precisamente él que de muy chico acompañaba mis gozosas excursiones a Never Never Land cada amanecer de domingo. En la plaza del Campillo Mundo Nuevo le enseñé a descubrir los viejos tebeos, los coloridos cromos, los volúmenes rojos de editorial Molino con las aventuras de Guillermo Brown y las ediciones antiguas de Stevenson, Salgari, Julio Verne o Kipling, que luego leería a él y a Marta, para quienes pretendía ser centinela de sus historias. Trepar luego por la calle Mira el Río Baja hasta la plaza Vara del Rey es casi viaje iniciático a través de sorprendentes mercancías que nunca podrían encontrarse en una tienda convencional, como una vieja frasca de colonia art decó o el cuaderno de viajes de un aficionado al dibujo. Al final siempre nos acordábamos más de lo que dejamos que de los hallazgos llevados a casa.

Más tarde, durante una larga estancia en Londres con Helen chiquita, desfilábamos por los coloridos mercadillos callejeros que hacen de la vieja capital de imperio un paraíso para buscadores de tesoros. Quizás gracias a las conversaciones con los vendedores ambulantes de New Caledonian Market, Brick Lane, Covent Garden, los tres pueden dictar conferencias en inglés británico. De tal manera inoculé en mis hijos la pasión por la magia de esos mercadillos donde todo hallazgo es posible que Helen, mientras estudiaba en Madrid sus últimos cursos de Arquitectura, mantuvo un puesto en el Mercado de Juguete Antiguo. Ahora hay un Rastro virtual a través de múltiples portales de internet donde se pierden sabores, olores y colores, así como el calor humano que hace de los viejos mercadillos espacios amables más allá del intercambio de mercancías. Sin duda a través de la Red, en la soledad con tu ordenador puedes encontrar eficazmente lo que buscas, pero nunca te sucederá como a Tintín quien en «El Secreto del Unicornio» encuentra al azar una maqueta de barco que le permitiría a Hergé contar una de las historias más bellas que he conocido, solo semejante a La Isla del Tesoro de Stevenson.

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