José María Esteban
Y llegó la esperanza real
Nunca admitimos que los pinchazos nos emocionan y nos ponen pelines tensos
La hora era la exacta, en el concreto y corto descanso de la siesta. Llevaba muchas semanas esperando que se convirtiera en realidad la comunicación sobre la fecha y la hora. Tan ansiada por querida, en ese día supuso una enorme alegría, satisfecha con aquel ... sonoro tintineo. Los anhelos cuando se consiguen, se agazapan en las rendijas de una primera sensación de inquietud. Las llamadas a esas horas son molestas y a veces muy incordiosas. Ya sabemos que los números largos son llamativos, porque siempre suelen provenir de medios institucionales o sanitarios, por lo que era posible prever que se tratara de un recordatorio o algo así. La abigarrada acumulación de noticias y porcentajes en sus avances y retrocesos, presionaban mucho.
La voz algo agitada y apresurada de la comunicante se atornillaba a la mía, superponiéndose en la conversación. ¿Es Ud. D…? - Si- le contesté a la vez con voz poco presta por el descanso. -Es para la fecha y hora en que pueda Ud. venir. Como si fuera una orden de trabajo me hizo incorporar rápidamente. A medida que avanzábamos en la conversación, mi sentido de la alegría y la seguridad crecían. Eran muchas veces las que me había preguntado si yo pertenecía a la cohorte perdida o el eslabón impracticable. Mi edad, que nunca aparecía en los topes de cada marca, estaba siempre sin casilla de salida. Me veía en el 30% de a saber Dios cuándo.
Aquella mañana el ánimo estaba desasosegado. La noche no había sido muy continua en el sueño, y entre duermevelas fantaseaba con el momento de la verdad. Uno, ha visto muchas imágenes con la dichosa aguja entrando en los cuerpos. Unas con seguridad y otras con delicada duda, e incluso sin mensaje. Muchas imágenes de cómo ponerme y como resistir sin esfuerzo la medicación esperada.
Entonces, definitivamente se verificó la inyección. Nunca admitimos que los pinchazos nos emocionan y nos ponen pelines tensos. Que algo se introduzca en el cuerpo como objeto ajeno a nuestra naturaleza y encima sea como un mínimo alambre bien afilado da siempre un poco de grima. Todo ha sido sencillo y verdaderamente inmediato. Con menos dolor que el suave roce de un mosquito en la noche, la aguja ha entrado y salido, mucho menos dolorosa que aquellas anteriores ocasiones vitales que tuvimos de niños, ya muy olvidadas. Me acordaba de las cuchillitas que te dejaron, los que ya tenemos una edad, los únicos tatuajes en círculos de lunas y soles sobre muslos y hombros que aportamos en la piel. De escolares nos portábamos bien y nadie era capaz de soltar un gritito, o un simple y lastimero chilliíto. Los había que soltaban lágrimas de cocodrilos a la vez que el practicante avanzaba en su oficio. Tiempos donde las enfermedades se median por campañas de prevención discretas y absolutas, donde los miedos no eran productos de la información, sino en el encuentro con la acerada y afinada lanceta.
La inoculación suponía la conclusión de tanto tiempo de espera, que por fin se hacía realidad. Debo confesarlo, por ahora es la mejor inyección que, por ahora, me han puesto en la vida. Esta vez no habrá cicatriz en el hombro, aunque bien fuerte que será olvidar los daños en empleos, economías, duros aprovechamientos, y la sensación de remontes por salir que están suponiendo estos dos años.
Cuando en 1796, Edgard Jenner inocula a James Philips con las viruelas de las vacas, inventando la vacuna, el mundo encontraba uno de los mejores logros naturales, combatiendo a los microbios con sus mismas armas de juego genético. Salud, y hoy ya probado en carnes propias, solo les aconsejo que no duden un momento en vacunarse cuando les llamen. Al menos a mí, me ha llegado físicamente la esperanza real, y no duele en absoluto.
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