José María Esteban
Un verano espectacular
La belleza de las cosas no solo está en ser queridos tal como somos, sino en hacerse conscientes en cada paso del esmero y preocupación por la ciudad y sus gentes
Las personas somos amantes de vernos, relacionarnos y vivir juntas compartiendo vida. Cádiz o las ciudades del entorno son bastante planas. Permiten el lujo de paseos compartidos sin esfuerzos, donde desde el amanecer hasta el ocaso son secuencias de sensaciones únicas. No hace falta que ... se acumulen los tiempos para acudir. Ni que la agenda en esta temporada se llene de horas y asuntos. Basta con estar aquí, tranquilos, cerca del paraíso, y como aquí en Cádiz, la otra Estambul del Mediterráneo, y para algunos: la Benarés de Occidente.
Cada día que pasa, sus singulares itinerarios, todos distintos y todos iguales en semejantes paisajes, siempre se confunden y confluyen en la misma mirada al mar. Llenos de velas colgadas y rugosas paredes, tamizadas de cultísimos paramentos con veladuras de italianos y suaves colores. Las formas urbanas son como barcos, con líneas de flotación y carenados por plantas. Nos recuerdan la inexorable vocación marítima de su caserío.
El aire tiene, según de donde sople, diferentes olores. Los de aquí sabemos que el poniente huele a mar fresco; el sudeste a algas y nubes; el levante a sequedad y arena; el norte a transparente luz; y el sur a aguado paso y mediana entre uno y otro. Los dos grandes aires en estas tierras, desde que el viento es viento, equilibran calores y humedades. Todos los de aquí, somos un poco géneros de la mar. Hasta las pieles arrugadas por el ceño fruncido atenuando la fogosa luz, nos hacen a todos pescadores de ilusiones. No hace falta chupar el dedo ni brújula amiga, se reconocen por ser nuestros y venir de donde vienen. Aquí muy poca gente vive sin saber dónde está el norte. Este verano, tan espectacular en sus temperaturas como los demás, están todos ellos, cuidando de nosotros.
Una tierra que ya hemos valorado por sus exquisitas formas, sus hechuras de noble y discreto señorío. Algo tan sencillo como lo bien hecho a lo largo de muchos años con el saber del tiempo. El soñar de sus ciudadanos y el buen gusto de muchos nombres, algunos de ellos académicos. Ciudades que llaman a una atractiva estancia, un sabor milenario y una dulce degustación de vida. Urbes, al fin y al cabo, bien hechas, con las condiciones que sus islas y marismas natales, sus acogedores espacios portuarios, sus suaves o duras colinas, sus abruptos e irregulares límites o leves acantilados, conformaron.
Algunos nos preguntamos: ¿Cómo puede haber quienes las tratan con desdén y desprecio? Si, la edad de las piedras no debe confundirse con su limpieza, ornato y tersura. Una cosa es la pátina y otra la suciedad. Velemos por lo auténtico que nos atesora y transmite la historia. Es un ejercicio que debe impulsar quien más quiere mandar, pero también quien más la vive, es decir: munícipes y ciudadanos. Todos estamos llamados a ser los mejores cuidadores de nuestra gran casa. La que en común disfrutamos y la que en común edificamos con agregaciones de todos los tiempos. La que debiéramos cuidar más que a la propia.
Uno, orgulloso de su estirpe y nacencia, debe ante todo sentirse perteneciente y dueño de la herencia común. Y eso no solo se hace conociendo lo que es nuestro con vano orgullo, sino vaciándose en su cuidado y haciéndolo con el mejor cariño, respeto y conocimiento. Un trato amable con el que llega, lleno de acogedor semblante, aunque solo sea en estío. La belleza de las cosas no solo está en ser queridos tal como somos, sino en hacerse conscientes en cada paso del esmero y preocupación por la ciudad y sus gentes. Así que cuídense de no contagiarse del bicho, pero por favor, traten de contagiarse cotidianamente de ese amor y preocupación por lo suyo, que no solo le pertenece, sino que le da muchas más alegrías.