José María Esteban
La participación ciudadana
El ciudadano debe decir lo que quiere, los técnicos deben saber traducir sus ideas y el político debe priorizar con inversiones de forma justa y simbiótica
Decía Christopher Alexander, arquitecto, uno de los mejores representantes de la Escuela de Berkeley, en su delicioso librito de 1976 ‘Urbanismo y participación’ que: «La planificación y la construcción deben ser guiadas por un proceso que permita al todo emerger gradualmente a partir de actos ... locales»… Y seguía. «Un proceso que permita a la Comunidad elegir su propio orden, no a partir de un mapa, sino a partir de un lenguaje común».
Soy de los ingenuos que cree que la participación ciudadana genera mejores resultados que un ordeno y mando. En materia de urbanismo, –una materia en absoluto científica, ni de arquitectura, puesto que de sociología se trata–, los logros de un mejor vivir la ciudad, se fundamentan en saber escuchar continuamente a sus usuarios. Es el debate desde que la polis nace.
Las ciudades han ido avanzando como manchas de aceite sobre estructuras previas de poder, que luego se van intentando borrar para situarlas en planos más horizontales y compartidos. El problema se plantea cuando las representaciones del poder, los conocedores de estándares técnicos y los ciudadanos, en su encuentro, siguen produciendo una lucha de intereses propios, por encima de la causa común.
No es fácil que los egos de la política y de los arquitectos y urbanistas se plieguen a la sencilla razón pensada por los ciudadanos. Esas demandas que deben ser bien entendidas en los movimientos sociales y en los cambios que deben adivinarse en los tiempos que se avecinan. Un continuo de revisiones que modelan la historia de la ciudad actualizando sus recursos y espacios. Ecología, cercanía, salud, redes de herramientas, trabajo y escala de situación deben guiar los nuevos ritmos. No digamos con los derechos largamente hurtados al género femenino.
La ciudad postCovid-19, traerá un discurso de adelanto forzado para resolver los problemas que la ciudad arrastra desde hace mucho tiempo. Entre ellos: la escala difusa; la higiene ecológica; la sinrazón de itinerarios y medios de transportes; el mantenimiento de servicios básicos tan caros y tan poco eficaces; y la mal distribuida carga de los precios. Siempre el contenido del interés económico priva sobre los otros. Por eso la participación ciudadana no se produce con la igualdad y respeto que merece. El ciudadano debe decir lo que quiere, los técnicos deben saber traducir sus ideas y el político debe priorizar con inversiones de forma justa y simbiótica. Contrariamente pasa que el político es el que quiere imponer las ideas, los técnicos son interesados seducidos por su egolatría creativa y los ciudadanos están para el manso pago y la condescendencia urbana.
Esta sencillez, es la que aquí en Cádiz, debe hacernos reflexionar sobre muchos planteamientos. La vivienda, el empleo, la economía urbana, la ocupación del espacio público; el patrimonio heredado; la cordura para asumir nuevos ciudadanos, en fin: la conciencia de la civitas creada por sus civites. Todo debe repensarse entre todos. Se trata de comunicación deseada y de logros inmediatos locales como decía Alexander.
Cádiz (sea otra ciudad) debe tomar nota. Los deseos de situar al ciudadano como el centro de las decisiones urbanas se estrangulan en la limitación de esa participación ciudadana. La escucha de los urbanistas y ejecutores de las arquitecturas y la humildad de quien puede agregar esos consensos, que son los que mandan temporalmente, deben conducirnos más allá del límite electoral. La ciudad postCovid19 que viene, debe fundamentalmente equilibrar ese espíritu de participación y las decisiones sobre nuestro hábitat. Salud y seguimos pensando en futuro con mascarillas y esperanzas.
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