José María Esteban

Destinos libertinos

Hoy la ola supera de nuevo los bellos acantilados de almagras y de piedra ostionera

Botellón en la Punta de San Felipe. L.V.

José María Esteban

Aquellos años latían más largos y pausados. El sosiego del verano era verdadero. No había tantas prisas como ahora si no era para bañarse antes de la digestión. Aquella maravillosa aldea era el ensueño anual donde cada temporada nos encontrábamos: familias, amigos y grandes aventuras ... que hicieron surcos indelebles en nuestras vidas.

Un suave y lento pueblo acostado en su ladera, mirando el mar, como una bella hurí magrebí de transparentes tules. Dibujado en simples y ordenadas arquitecturas de tonos blancos y añiles. Conseguida a través del tiempo, acumulando cubicas y blanquísimas imágenes llenas de respeto a sí mismas. Solo sobresalía la gran torre medieval y sus dos iglesias mayores, una en ruina y otra en lo alto del monte.

Cada vez que recordamos aquellos deliciosos tiempos, que ocuparon nuestra niñez, pubertad y continuaron grabando nuestras memorias, nos sentimos felices. Llegan siempre suaves y deliciosos recuerdos, llenos de vidas, travesuras y muchos ratos compartidos con la ingenua sensación del saber disfrutar, pero sin molestar.

El pueblo fue creciendo en habitantes y foráneos, Su calmada faz, su original urbanismo y sobretodo sus magníficas y amplias arenas de infinitos ocres bañadas en límpidas aguas, seducían como un bello agujero negro. Ese crecimiento fue acompañado de casas de lonas ancladas casi en la playa, después llegaron pandillas con catering incorporado. Noches interminables de ruidos sin sordina, insoportables voces a deshora, que no respetaban el descanso de los que duermen. Un ambiente que iba minando los ratos relajados. Ya no volvieron los amables sueños junto al mar.

Las permisividades y los encantos de aquellos tiempos, lograron colocar el nombre de la aldea, ya casi ciudad, en el mayor hechizo de la oferta veraniegas. La multitud que llegaba de todo sitio, clase y condición por conocidos y redes, azuzó el bullicio. Bendita vino, aquello creó muchos puestos de trabajo. Pero una doble existencia y realidad turística, superó la sempiterna de los compases del campo y de la mar, haciendo de ella un lugar de enorme futuro con atenazado presente. No hubo casi ningún tipo de control, ya que ello se oponía a la imagen idílica de libertad y diversión, que era su mejor atractivo. Esa espinita nunca supo sacarse de la piel del pueblo.

Ahora, cuando el dichoso bicho sigue agarrándosenos al alma como un cruel parásito, deudor de aquellos desmanes incontrolados, campa por sus lares con mayor facilidad para el contagio. No es posible frenar los instintos en edades que todos hemos tenido. La hormona es la facultad de vida. El noble, pero escaso orden público, no pudo cortar su flujo, debiendo acotar antes los indeseados efectos. Ese pueblo debiera ser la llamada de un sitio seguro, amable, solícito y acogedor, que luche por situar el equilibrio mínimamente sostenible, entre lo que se ofrece por sedante y lo que no se debe nunca ir de las manos.

El nombre de esa aldea se lo ponen ustedes mismos, por favor. No lo diré por respeto, ya que, al mío, lo quiero con locura. Hoy la ola supera de nuevo los bellos acantilados de almagras y de piedra ostionera. Cierto dolor acude al recordar aquellos tiempos que no volverán. Como aquel artesano puente de madera con guirnaldas de bombillas, que nos llevaba sobre un rio transparente lleno de vida y buen alijo verde, desde la solidez del pueblo, hasta la suave arena y el ancho azul de la mejor playa del mundo. No deberíamos facilitar pasarelas a la pandemia, para que este u otros lugares se conviertan en destinos libertinos de molesto e irresistible contagio. Harán de las aldeas espacios infelices y vacios. Salud, cuidaros y cuidémonos mucho.

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