José María Esteban
La ciudad desierta
El incipiente amanecer apenas permitía vislumbrar entre la mínima bruma, los límites de las casas y sus torres
Eran cerca de las cinco de la mañana. El incipiente amanecer apenas permitía vislumbrar entre la mínima bruma, los límites de las casas y sus torres. Amables carpinterías plegadas muy semejantes y serias nos acompañaban. Parecían hechas a la vez en aquellas calles, entonces extrañamente ... muy limpias, pero sin nadie. Los colores verde agua de mil tonos, y sus lamas acentuaban el ritmo de los caminos. Los techos encañados de telares para procurar las obligadas sombras desde lo alto, sin vientos, acechaban sin temor mis pasos, entre sigilosos y aventureros.
Enfrentadas a las curvas de los sinuosos senderos, la horizontalidad de los tenderetes cerrados, invitaba a pensar sobre una ciudad vacía, que en pocas horas estaría jubilosa y a rebosar. Ningún ciudadano paseaba. Nadie en el interior de las tiendas. Casi ningún ruido, salvo algún perro o gato que despertaban de sus cacerías nocturnas, perturbando suavemente el ambiente. Cuando la luz se hizo algo más clara, se podía disfrutar del encanto de una bella ciudad aquellas horas hueca, cuya Medina nunca antes conocí vacía.
Estas sensaciones y muchas más son las que yo sentí al levantarme temprano un día para conocer como era el ombligo histórico de Tetuán en una de mis idas a la Abdelmalek Essadi. Mis pensamientos se ordenaban como aprendiz de la ciudad, y saber esta vez voluntariamente, como sentían las plazas y las calles sin sus hombres y mujeres. Comprobé que no eran sino inertes esqueletos visibles, sin alma. Decía Oswaldo Spengler en su magnífico libro ‘La decadencia de Occidente’ que «la ciudad es la obra más grandiosa que haya creado el hombre». Aquel paseo marroquí, me lo recordaba insistentemente.
Estos días, donde todos hemos conocido, aunque no disfrutado, el confinamiento obligado y seguro al que nos sometemos por responsabilidad social y seguridad sanitaria, comprobamos como las ciudades que normalmente habitamos, caen medio muertas sin nuestros susurros, encuentros, hablas y gritos. Nada recuerda en su soledad a lo habitual. No parecen ni bellas ni sensibles. Sin nosotros no hay ciudad.
No entiendo cuando mis colegas hacen fotos para las revistas de sus recientes obras, buscan la soledad del edificio para que el protagonismo sea exclusivo de las paredes. Puede que las hagamos sin más intención que el pavoneo y divismo ególatra de nuestros diseños. Una obra de arquitectura o de urbanismo sin sus moradores, no es absolutamente nada. La calidad de la escala humana, las dota de su mejor naturaleza, principio creativo y vivencial
Recordemos siempre las excepcionales soledades urbanas, como las de ahora. Una vez que pasen las semanas de infección, debemos regresar con mayor sensibilidad a las amplias zonas donde el generoso saludo y la prudente satisfacción de las necesidades, sean de nuevo, la base de nuestra sociedad. Recobrémoslas para ser más generosos con los semejantes y con nosotros mismos. Hagamos consciente la magia de la relación que compartimos y el abastecimiento de nuestras obligadas miserias funcionales.
Un paso por el dique seco debe devolver la embarcación al mar en mejores condiciones de las que antes entró. Estos barcos varados tras sus quietas velas abiertas en cierros y ventanas, como si de ciudades fantasmas se tratara, y los sentimientos compartidos de balcones aplaudiendo a los mejores, requiere recobrarlas. Valoremos, con esta extraña experiencia, que lo mejor de nosotros está en sentirnos Humanidad y con ello mejorar nuestros respetos, tratos y consumos. Hoy, sin embargo, la ciudad desierta se muestra como la mejor defensora de sus habitantes. Salud, estaos en casa, que en breve esto pasará.
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