Y no hay que parar
La elección del tema a tratar semanalmente nunca está exenta de conflicto
La elección del tema a tratar semanalmente nunca está exenta de conflicto. Uno quiere ser útil al medio que ha tenido la bondad de darme un hueco y, por ello, apuro al límite el envío de mi texto para tratar de aportar algo en relación ... a la actualidad más candente. No siempre lo consigo, pero ya confieso que lo intento.
Luego está el eterno resquemor por parecer cansino. Uno aspira a entretener, gustar y –falsario sería no reconocerlo– ser comentado. Para obtener esas tres gracias resulta indispensable el factor sorpresa. Pero si acostumbras a descargar sobre el mismo sitio, el lector pronto te leerá en diagonal y en breve acostumbrará a pasar la página donde asoma tu careto cada lunes sin echarle más que una ojeada al título o a la foto que lo ilustra. No necesitará leer lo que ya sabe que contendrá. Y ese es el inicio del fin de un articulista.
Escribir continuamente sobre lo mismo es peligroso. Y más en una cosmópolis como la nuestra, donde la etiqueta cae irremisible y resulta complicado presentarse en cualquier sitio sin ataduras de ningún tipo, por más que exhibas las señales de antiguos grilletes rotos. Y les aseguro que me gustaría evadirme del lamentable día a día que viene trastornando al país desde que estos desarrapados morales comenzaron a ocupar las instituciones.
Tengo libretas atestadas de ideas garabateadas donde relaciono historias de personajes anónimos e intrahistorias dignas de ser conocidas por su ejemplaridad; de denuncias de arbitrariedades e irregularidades de entidades y administraciones que deberían merecer respeto pero resultan verdaderamente acreedoras de desprecio en cuanto uno conoce su auténtico funcionamiento; de proyectos sociales, culturales y deportivos que, bien desarrollados, podrían contribuir a mejorar y engrandecer a mi ciudad; de notas de viajes, reflejos y contrastes con otras realidades que –quizás– ayudarían a limpiar legañas y caspas… Pero la feria en la que estos salvajes nos tienen enfrascados me impide dejar la senda y hete aquí que vuelvo a hablar sobre lo mismo. Y es que he llegado a la conclusión de que uno de los objetivos de esta horda, en este tiempo demencial, es precisamente ese: el de destruir nuestra sociedad utilizando todos los medios a su mano. Y uno de ellos es el aburrimiento.
El nota de la dinamita ya no provoca chanza, sino que cualquier anomalía u ocurrencia nueva de este eterno postulante a prejubilado ya produce fatiga. La gente está ya tan cansada de tanto ridículo que resulta inocua cualquier reacción. Y lo mismo sucede con el embustero de La Moncloa. Nada importa que millones de tuiteros se desgañiten llamando ‘traidor’ a alguien que –como sus ‘supporters’– desconoce el significado del término ‘honor’. Aunque de él provenga el término ‘honradez’ y se evidencien cien veces muestras de indecencia centenaria. Pero todo lo que se acumula termina diluyéndose.
Y cuentan con ello. Es una de sus armas: el hastío. Un instrumento tan poderoso que incluso logró que el anterior presidente del gobierno se fuera al bar a tomarse un refresco mientras la jauría se repartía la carroña en que convertirían la nación.
Por eso, como ciudadano libre, me niego a aburrirme. Podrán vencerme, pero jamás me rendiré ante un parásito que se aloje en mi cuerpo para destruirme. No pasará.