Opinión
La vida es bella
Estamos enseñando a nuestros hijos a dar la espalda a la realidad. Como en la película
¿Recuerdan la película de Benigni? Aquella que a tantos hizo llorar mostrándonos las peripecias de las que era capaz un padre, prisionero judío junto a su hijo en un campo de concentración nazi, para ocultar el horror a su retoño. El buen hombre hacía ... creer al niño que participaban en una suerte de concurso y todas las desgracias que ocurrían alrededor eran ficticias. Que todo era una obra de teatro y que, al final de la partida, si conseguía mil puntos, ganaría un tanque de verdad para él solo. Solo tenía que esconderse, no pedir comida y no reclamar salir de allí. Cuanto mejor cumpliera las reglas, más cerca estaría del premio.
Siempre le he buscado los tres pies al gato. Manía ésta que me lleva a destrozar películas, argumentos y, sobre todo, aguarle la fiesta a quien sufre el infortunio de mi compañía cuando comparte conmigo cualquier historia ilusionante. En el caso que nos ocupa, mi “pero” devino por la enseñanza que habría sacado el pequeño protagonista de aquella historia.
Me explico: el niño no se enteró de qué iba la película (permítanmelo). Vivía en un mundo imaginario. Se reía mucho, se burlaba de la brutalidad de los guardias porque estaba convencido de que simulaban un papel, disfrutaba con las payadas del padre, que se las aviaba de manera inverosímil para que al chaval no le faltara la comida… Pero no tenía ni idea del tamaño del sacrificio que éste hacía para mantener la ficción. Y el que no sabe, no puede valorar. Ni aprender. El pobre chico crecería sin consciencia de haber pasado por una situación dramática, más por lo que le contaron -después- los demás y lo que leería en libros escritos por otros. Para él, aquél recuerdo de la infancia se asemejaría a una estancia en parque de atracciones. Con premio. Me preguntaba, para desesperación del fan de la película: ¿cómo haría este chico para afrontar la vida real después de eso?
Me viene a la cabeza cómo afrontó la vida real la generación de mis abuelos, testigos de una guerra fratricida, salvajismo, destrucción, muerte y hambre. O la de mis padres, trabajando como mulos desde los 10 años para ayudar a que en casa no faltara el pan, anhelando el día de Corpus para “estrenar” unos zapatos heredados de alguien más pudiente, levantando un país desde los escombros y dejándonos como herencia en vida una sociedad del bienestar en la que nos hemos repantigado como tortugas del cuento.
En contraste a ellos, nosotros estamos enseñando a nuestros hijos a dar la espalda a la realidad. Como en la película. Llevamos años desalentados por la falta de interés, empatía y esfuerzo de ésta generación cuya máxima aspiración es ser concursante de la telebasura. Estamos hastiados de darles la brasa con charlas motivadoras sobre su suerte y el contraste con la de otros niños en el planeta. Y nos quejamos amargamente del escaso éxito de nuestro esfuerzo. Y cuando tenemos una ocasión histórica (maldita sea la hora) en la que puedan aprender una lección de vida imborrable, la proscribimos.
Los pobres tienen ya bastante con el confinamiento. Ni la nevera llena ni las tres videoconsolas son suficientes para mitigar su sufrimiento. Para colmo, los profesores les mandan más tarea que nunca. No tenemos que ahorrarles la visión de ataúdes y familias destrozadas (ya se encargan otros de ello). Así que, para pasar el tiempo de la forma más llevadera, hacemos vídeos familiares con coreografías simpáticas, salimos de fiesta diaria al balcón para bailar la última ocurrencia del vecino y hacemos ondear banderas nacionales como si hubiéramos ganado un mundial. ¿Han visto ustedes algún crespón negro en alguna de esas banderas?
Esta semana pasada hemos superado los doce mil muertos. No sabemos cuántos caeremos enfermos cuando termine la semana que hoy comienza, ni a cuántos más perderemos. Tampoco sabemos cuántos podremos salir adelante -ni cómo- si algún día termina esta pesadilla. Despidos, cierres, ruina… Para colmo, estamos gobernados por unos ineptos y su negligencia es aliada del enemigo. Vemos como el virus expande su sombra de muerte y desolación por todo el mundo. Y haríamos un enorme favor a nuestros hijos, para su Mañana, si les desveláramos la verdad de lo que ocurre. Sin paños calientes ni fiestas que celebrar.
A pesar de ello, la preocupación de algunos es si la liga de fútbol se reanudará o no; si podrán celebrarse los convites en septiembre o que el viaje de fin de curso de su niña (aplazado a octubre) no se vea perjudicado por todo esto. A la pobre le hacía tanta ilusión…
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