Un verano especial
Este año no ha habido viajes exóticos ni he buscado ningún programa de multiaventura en el que envolver a mis hijos en la burbuja de un divorcio feliz
Dicen que uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz. Quizás por eso llevaba tantísimo tiempo anhelando lo que este extraño verano ha hecho posible. Tanto el maldito virus chino y sus consecuencias como el impresentable ministro de Justicia que nos ha caído en desgracia ... han contribuido a que la diferencia de este verano respecto a cualquier otro, para un servidor, es que éste ha vuelto a ser como los de siempre.
Perdonen el trabalenguas. Lo que quiero decirles es que servidor ha revivido las bondades de un verano que mis hijos llamarían ‘vintage’: aquellos estíos de los primeros ochenta en los que los días, por similares, convertían en eterno cualquier periodo de tiempo. Horario marcado por el auténtico apetito, sin etiquetas ni imposturas y con los chapuzones, paseos y sobremesas de dominó con la abuela y sus nietos haciéndole trampas como mejor pasatiempo posible.
Campo (del bueno) alrededor. Aquí no hay calles iguales, parcelas de césped impoluto y bienoliente ni quiosco chill-out. Sí se llenarán los recuerdos de caminos por explorar, vistas de tejados dispares, olor a romero y silencios solo quebrados por el canto de algún gallo despistado y el chorro de agua fresca en la alberca, que te hace reír al recordar la última vez que te sentiste timado en un spa.
Carriles dorados de zahorra vieja. Subidas a la antelasa de La Gloria al untar la zurrapa en la rebanada de pan tostado más honrada que pueda salir de cualquier horno. Gratitud infinita al saborear cualquiera de las realidades que te sirven en ventas de servicio tan íntegro y leal como el nombre que lucen desde hace más de 40 años: Los Tres Carriles, Rufino, El Toro…
Siestas mecidas por una hamaca a la sombra de una higuera y una pila de libros que llenará la maleta de vuelta con pocas bajas, pero sin ningún tipo de remordimiento.
Este año no ha habido viajes exóticos ni he buscado ningún programa de multiaventura en el que envolver a mis hijos en la burbuja de un divorcio feliz. El destrozo que ha supuesto esta pandemia y su criminal gestión me lo han impedido. Sin olvidar la contribución de un ministro infame que ha orquestado el mayor atentado a los derechos laborales que jamás se haya perpetrado contra un colectivo profesional, manteniéndonos a abogados y procuradores como esclavos sirvientes de notificaciones judiciales absurdas mientras aquel tipo se hincha a base de mojitos playeros.
Por todo ello este año horroroso no tocaba exposición. Al contrario: si algo habría que buscar, era refugio. Y lo encontré en el que me regalaron en mi infancia. Aunque ya no pueda fabricarles recuerdos futuros como la imagen de la pandilla de primos yendo a comprar en bicicleta a Casa Oliva; explorando intrépidos El Chorrillo o instalando el Campamento Botella en un hueco impenetrable por mor de las hoy desaparecidas chumberas.
Como tampoco podré trasladarles la sensación de plenitud al regresar de alguna aventura con la rodilla desollada y encontrarme a mi padre segando en el pequeño huerto en el que mi tío Antonio cultivaba las mejores lechugas del universo. En un tiempo de habitaciones compartidas, mesas repletas de amor y un orgulloso simca 1200 en el que cabían siete personas sin opción a que se abatiera el amor propio.
Al menos, espero haber formado en la tecnológicamente ocupada cabecita de mis hijos un lejano chispazo que mañana identifiquen como Felicidad. Diez días en los que su padre conservó el brillo en los ojos mientras contestaba notificaciones judiciales fechadas en Abril porque disfrutaba del espectáculo más simple y bello del mundo: contemplarlos mientras ríen.
¿Quién sabe? Quizás haya empezado a formar otra pequeña generación de amantes de este Paraíso y regresen a buscarlo, como su padre, cuando haya tormenta.
Gracias, Madre.