Ultraderecha
Creo que ya es hora de que el pueblo deje de temer la etiqueta y que el gobierno comience a temer al Pueblo
Ana Mari es amiga mía desde la infancia. Concretamente, desde que nuestras vidas se encontraron a la corta edad de 10 años, en el Colegio Público Gadir de aquella Barriada de la Paz en los primeros años ochenta, con amanecidas de patio repleto de jeringuillas. ... Hoy, cuarenta años después, sigue aguantando mis impertinencias con la personalidad que siempre le caracterizó y mantiene ese talante cuando se enfrenta al personal que le aturde en la barra de la taberna que cada día atiende sin mácula de ningún tipo. De sol a sol, con descanso semanal de dos días gracias a que consiguió que su patrón, hace un año, concedió cerrar el domingo además del lunes.
De aquella época guardo no amigos, sino hermanos. Juan, gerente de un ultramarinos de barrio; Israel, taxista. Arturo, recepcionista de hotel; Richard, transportista exiliado a tierras hostiles; Juande, cabo eterno de la Infantería de Marina; Carmen, operaria del servicio de recogida de basuras de Madrid; Paco, gran buscavidas internacional reconvertido en gurú yoguístico; o Santi, currante en búsqueda eterna de una oportunidad de salir del boquete en el que nació. Durante mis tres últimos años de EGB alterné mi hermandad colegial con otra que llegó a convertirse en sanguínea (de corte con cuchillo y junta de manos; y no es metáfora) en un grupo Scout, en aquella época gloriosa en la que los infantiles exploradores hacíamos algo más que reciclar plásticos y cantar con la guitarra y aprendíamos a valérnoslas por nosotros mismos. De aquel tiempo conservo la conversación con Luis, José Manuel, Almudena, Ángel, Susana, Antonio, Mari o los hermanos ‘R’, con ocupaciones tan dispares como el entorno social que nos vio nacer y contempló cómo nos mezclamos con tanta naturalidad.
Puedo relatar los mismos episodios -de encuentro, diversidad y destino- si menciono mi época de bachillerato en el Instituto Columela -gran apertura de cascarón-, la Facultad de Derecho de Jerez de la Frontera, la Escuela de Práctica Jurídica del Colegio de Abogados de Cádiz y los muchos cientos de personas con quienes me he encontrado a lo largo de mis 24 años de ejercicio profesional. Y todo ello sin olvidar el barrio en el que me curtí (Lebón, con lo que ello implica a quien sepa de qué hablo; y donde he vuelto a frecuentar la casa de Esteban y el antiguo almacén de Paco y a reencontrarme con muchos supervivientes -nunca mejor puesto, perdónenme, ese adjetivo-); las pandillas que me acogieron (los míos, los de verdad y los tontos a los que me aproximé en mi estúpida negación de mi realidad) y, ¡cómo no!, a mi familia: Antonio, celador del Puerta del Mar; Juan, enfermero; Fernando, Sergio y Damián, herreros; Angelita, dependiente de una zapatería; Juan José, operario en una gasolinera; Raquel, empleada de una aseguradora; y mi madre, jubilada de Tabacalera en unas jornadas laborales que hubieran provocado depresión, baja y renuncia a cualquier kichi de medio pelo a las primeras de cambio.
Pues hoy, por fin -y al borde de mi medio centenario-, he logrado cerrar el círculo y alcanzado el Nirvana sociológico que soñaba alcanzar en mis tardes de depresión y soledad post-pandémica. Gracias a la etiqueta otorgada por este gobierno al que cualquiera que tome café por las mañanas califica de sectario, embustero, arruinador e ineficiente, todos somos ‘ultraderecha’. Creo que ya es hora de que el pueblo deje de temer la etiqueta y que el gobierno comience a temer al Pueblo.
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