Sin remedio

Hoy quienes padecemos de caída testicular somos los vecinos de la Trimilenaria; y el que nos da coba es el ‘buena gente’ enchaquetado por Eutimio

Carlos Díaz, qué buena gente y olé, que coba que te están dando…» Así resumían Los Borrachos, de manera magistral, la situación de la ciudad en aquel año 1992. Un alcalde apreciado en lo personal por la ciudadanía pero cuya gestión al mando del Ayuntamiento ... resultaba inocua. Cádiz languidecía mientras Jerez se convertía en el centro neurálgico de la provincia, gracias a la habilidad de un alcalde que sabía moverse como pez en el agua en el mundo de ese espectáculo que es la política. Y la Bahía crecía de forma esplendorosa (Chiclana comenzaba la gran urbanización de su costa, El Puerto resplandecía, atrayendo mucha población gaditana muy bien situada…). A aquel regidor nuestro «se le caían …», como cantaban los del Selu.

Hoy quienes padecemos de caída testicular somos los vecinos de la Trimilenaria; y el que nos da coba es el ‘buena gente’ enchaquetado por Eutimio. Ojalá, hoy, pudiéramos decir que Cádiz languideciera, pues al menos existiría cierta esperanza de tratamiento y recuperación.

El corazón impide certificar la muerte de la ciudad, pero la razón muestra inevitable lo evidente. Los parches aplicados a la enferma solo sirven para mitigar su agonía, sumergiéndola en un estado letárgico que tan vorazmente es abrazado en nuestras latitudes. Se nos facilita opio en forma de algún megayate despistado al que ponen voz afirmando que «esto es lo mejón», debates huecos sobre el cambio de nombre de un estadio o el alzado de alguna bandera absurda en un lugar público. Esa sustancia, bien administrada, altera el estado de consciencia hasta el punto de hacer perder la perspectiva y aún la verticalidad. Y de eso saben tela quienes la lían.

La enfermedad de la ciudad tiene causa endógena. No debemos buscar ningún agente externo. Aquí no nos salva nuestra especialidad plañidera y auto-exculpante. Somos nosotros mismos los responsables de esta degeneración.

Ejemplo claro de ello lo encontramos en el reparto que representa su papelón en el teatro de San Juan de Dios. A los representantes de la ciudadanía les importa bien poco lo insostenible de la situación. El autoproclamado «futuro alcalde» popular sigue la deriva de otro miembro destacado de su partido, omnipresente allá donde hubiere un fotógrafo e impasible el ademán, conscientemente ajeno al rechazo que genera en amplios círculos y, lo que es más grave a los efectos que nos ocupan, incapaz de dejar sitio a alguien -dentro de sus filas- capaz de generar el apoyo y adhesión necesarios para liderar un proyecto de esa enjundia. Por su parte, la representante del partido socialista se refugia en su confortable liberación económica y reserva sus energías para defenderse en las batallas internas, que vienen tronando fuerte. Las concejalas de Ciudadanos aún no han salido del aturdimiento. Y Villero…

De estos próceres depende, ahora, el tratamiento de choque que, quizás, pueda salvar a la enferma. Pero no moverán un músculo porque la Ciudad les importa bien poco.

Nunca debimos permitir el último mandato de Carlos Díaz, por muy a gusto que pasáramos los domingos en las peñas o lo bonito que quedó el Paseo Marítimo. Como igualmente debimos haber puesto pie en pared antes de que Teófila Martínez se enajenara con el autobombo, los faraónicos desvaríos telecomunicativos y los inefables «hitos»urbanísticos que colocó donde se le antojaba aunque no gustaran a nadie (¡ay, la Pérgola!).

Nos hubiéramos ahorrado muchos disgustos y mucho dinero público despilfarrado. Pero, sobre todo, nos hubiéramos librado de mantener hoy grandes mamarrachos.

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