OPINIÓN
El representante
A todos nos llega, alguna vez, nuestro momento clave. Aquel que nos da la dimensión de nuestra existencia y ayuda a nuestros relatores a magnificar o velar nuestro paso por el mundo en función del éxito en el envite
A todos nos llega, alguna vez, nuestro momento clave. Aquel que nos da la dimensión de nuestra existencia y ayuda a nuestros relatores a magnificar o velar nuestro paso por el mundo en función del éxito en el envite.
Hay quien se enfrenta a ese ... reto de casualidad, sin esperarlo ni quererlo y viéndose obligado a recurrir a su ingenio, sus artes o a sus santos para tratar de salir airoso. Y hay quien desde su nacimiento vive preparándose para enfrentarlo. Estos últimos son privilegiados, porque nunca han debido preocuparse de buscar su lugar en el mundo ni deshojar ninguna margarita para elegir el camino de su vocación. No obstante, en cierto modo se la juegan, porque según cómo encaren el desafío puede depender el bienestar -y aún el destino- de sus herederos.
Cierto es que esa predestinación supone una cruel limitación de libertad para el individuo que la sufre. Es más que probable que el tocado por esa gracia (o maldición, según cómo quiera mirarse) anhele ser alguien de los del primer grupo. De hecho, hay ejemplos de estos individuos privilegiados (o malditos, insisto) que han roto la cadena de su condena (así lo han visto) y se han diluido en la masa anónima de aquellos cuyo heroísmo solo se cantará en alguna merienda familiar.
Pero injusto sería eludir las contraprestaciones que conlleva aceptar esa servidumbre: una vida regalada, un mundo de puertas abiertas, una corte de aduladores y sonrientes bienhechores e incluso -absurdo es ocultarlo- una predeterminada buena coyunda con ricos, rubios y ahítos primos a los que el resto de los mortales solo pueden reverenciar en la distancia.
El 6 de Diciembre de 1978, los españoles aprobaron de forma abrumadoramente mayoritaria el texto constitucional que establecía que nuestra Nación tenía un Jefe de Estado, encarnado en la persona del Rey; y que este título sería hereditario. En aquel cuerpo normativo, Ley de Leyes, se regulaba la estructura del Estado, se consagraba la división de poderes y se concretaba cuales serían las funciones del portador de la Corona.
Entre ellas, se recogen la potestad de ejercer el «derecho de gracia». Es decir, la facultad de librar de cumplir condena a alguien que haya sido declarado -por un juez- culpable de haber cometido un delito. Y, aún siendo Rey, se le imponen límites: el arreglo a la Ley y la prohibición de concederla de forma «general».
Si queremos saber qué Ley regula la concesión de ese Derecho de Gracia, tenemos que acudir a la Ley del Indulto de 18 de Junio de 1870. Una Ley que nuestro Ministro de Justicia (ese ex – magistrado de la Audiencia Provincial de Cádiz que se mostraba tan rabiosamente moderno denostando el Código Penal porque databa de 1995 y -decía- no se ajustaba a la actualidad española y europea) ondea ahora como signo de progresismo.
Pues bien, entre otras consideraciones, esa Ley exige en su Exposición de Motivos que el indulto, «aún en los casos en que más justificado sea, no quebrante el prestigio de que deben gozar siempre los Tribunales, y sin el cual se haría imposible su misión social». Es decir, que a la hora de proponer al monarca la concesión de un indulto, debe hilarse bien fino para no someter a chufla, mofa y befa a los jueces (¿recuerda usted qué es eso, señor ministro?) que dictaron la sentencia condenatoria. Habrá que preguntarle a Su Majestad qué hará cuando se le presente a la firma un documento que atenta contra los cimientos del sistema que le ha elegido como representante y le permite vivir a cuerpo de Rey. Este es su momento.
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