¿Por quién nos toman?

No se nos pone como ejemplo, sino que se refleja la perplejidad que produce en el foráneo ver a un gaditano hacer las cosas bien

Recorrieron el mundo. Las imágenes de las playas gaditanas, con los bañistas guardando orden marcial y escrupuloso respeto a las normas de distanciamiento, han sido portada de periódicos y noticia de apertura en telediarios nacionales y extranjeros, exponiéndolos como contraste con aquellas que mostraban costas ... menos bonitas asaltadas por hordas desesperadas a la caza de un hueco para la toalla.

A Cádiz llegaron los ecos de la noticia y se multiplicaron los gestos de sorpresa y curiosidad, a la par que un pueril orgullo terruño, semejante al de un niño felicitado porque haya sabido anudarse los cordones. No hemos sabido o querido ver el fondo del tratamiento -como noticia- de algo tan irrelevante: No se nos pone como ejemplo, sino que se refleja la perplejidad que produce en el foráneo ver a un gaditano hacer las cosas bien.

He sido testigo directo de algo similar durante la quincena pasada. Este año, por razones más que evidentes, tocaba veranear en Casa. Y, aportando mi pequeño granito de arena a la necesaria recuperación económica de los nuestros, me he convertido en un modesto activista turístico de nuestra Provincia, con el resultado de haber convencido a un número curioso de amigos barceloneses que, cansados de mi bombardeo, optaron por venir a Cádiz en lugar de haberlo hecho a Menorca, Salou o Cadaqués. Huelga decir que les ha maravillado cuanto han visto; y creo no excederme de presuntuoso si apuesto a que volverán periódicamente.

Pero lo que me ha llamado la atención no es la obvia admiración por nuestras playas, la rendición ante nuestra gastronomía o la simpatía despertada por la bonhomía de nuestra tierra, sino el hecho de constatar su extrañeza ante nuestra capacidad organizativa.

No daban crédito al escrupuloso embozamiento de la gente en la calle y en las playas; al mantenimiento de la distancia social (¡menudo oxímoron!); a la tranquilidad con la que se aceptaban las indicaciones de autoridades; y, sobre todo, la forma de organizarnos para que, habiendo sufrido una tragedia -como todos- superemos las adversidades para hacer que todo parezca «normal». Créanme: a pesar de todo lo que nos ocupa, en Cádiz estamos «de dulce». Cualquiera que haya visitado Barcelona durante estos dos últimos meses habrá comprobado cómo la ciudad se ha desertizado: hoteles cerrados, tiendas y restaurantes vacíos (literalmente) y decenas de barajas echándose definitivamente cada día. Y estamos hablando de la sexta ciudad en el ranking mundial de destinos turísticos. El mazazo no es ninguna broma.

Sin embargo, aquí hemos sabido sobreponernos y, mal que bien, tratamos de salir adelante. Supongo que se debe a nuestra herencia. El gaditano es un histórico experto en buscarle las maduras a las duras, ya sea riéndose de las bombas invasoras, deslomándose para terminar una obra a contrarreloj o aplicar el ingenio allá donde otros son incapaces de salirse del esquema.

Pero lo triste es que exportamos una imagen que engrosa la idea ramplona del paisano «artista», indolente y vago; y nos recreamos tanto en el tópico simpático de la gracia y el salero que impedimos que se consolide una comparación más justa. Aquella que legítimamente se labran los grandes empresarios y profesionales que plantan una desconocida bandera de Cádiz allá donde imprimen su firma. Sin necesidad de cantar ningún pasodoble.

¿Qué se han creído estos forasteros? ¿Por qué les sorprende? Pues… teniendo a los representantes que tenemos, mostrando la ciudad como la presentamos y explotando la imagen que exportamos, ¿qué cree usted que pueden pensar, antes de venir? El tópico es poderoso. Y nosotros llevamos decenios sin quitarnos el tipo.

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