Pura ficción
Hubo quien se vio en la calle, sin empleo y, aún más desesperanzador, sin perspectiva de volver a tenerlo
Hace unos años, Juncal quiso disfrutar de un merecido fin de semana en la nieve practicando el que era su deporte favorito hasta aquel malogrado domingo, en el que sufrió un accidente.
Cuando la llevaron a la enfermería, Juncal lloraba desconsolada hasta el punto de ... crear inquietud al médico que la atendió, que entendió, al verla, que se trataba de una rotura de bastante gravedad. Sin embargo, la exploración despejó los temores del facultativo, pues detectó que los huesos estaban en su sitio y se trataba de una lesión ligamentosa. Nada que no pudiera curarse con un par de meses de rehabilitación y reposo. Sin embargo, Juncal lloraba aún con más angustia. Su aflicción no venía producida por el dolor, sino porque al día siguiente no podía faltar a su puesto de trabajo y Dios sabe cuándo podría cuadrar su agenda con algún centro de rehabilitación.
La casualidad hizo que, en el mismo fin de semana -y a pocos kilómetros de distancia-, Emilio sufriera exactamente la misma lesión. Ambos practicaban el miso deporte y trabajaban en el mismo sector. Pero ahí terminó la identidad del caso. Emilio realizaba su trabajo en una oficina, con horario semanal de 40 horas al mando de un ordenador y un sillón ergonómico. Juncal no tenía horario (ni nómina: si no trabajaba, no cobraba) y llevaba el ordenador a cuestas.
Juncal tardó una semana en encontrar una clínica privada que le atendiera a las siete de la mañana y le permitiera, así, atender sus obligaciones laborales (recorrer pasillos, visitar oficinas, gestionar con operarios de uno y otro nivel, tramitar expedientes, acudir donde se le requiriera…). Tras dos meses de rehabilitación infructuosa, porque la terapia matutina no servía de nada sin el correspondiente reposo, Juncal dio por concluido el tratamiento, aceptando con resignación la secuela que, de por vida, le impediría practicar cualquier actividad que implicara movimiento alguno de rodilla.
En cambio, Emilio obtuvo una baja laboral inmediata. Tuvo la inmensa fortuna de ser asistido por un servicio de rehabilitación médica que le atendía en un cómodo horario de media mañana, lo que le permitió acompañar a sus hijos al colegio y sentarse a desayunar en su cafetería favorita en la que a diario podía leer la prensa que allí hubiera hasta que llegaba la hora fijada con la clínica. Y tras su correspondiente sesión, Emilio disfrutaba de su preceptivo reposo, que compatibilizaba perfectamente con tranquilos paseos, atención a sosegados hobbies y una perfecta conciliación familiar. Así, durante seis meses. Tras su recuperación, Emilio bajaba pistas negras en invierno; se dio al triatlón y se asoció a un club deportivo con el que se escapa de aventura durante un par de semanas al año (esto es innegociable, decía).
Al poco de su reincorporación, hubo cierto revuelo en la oficina de Emilio. El gobierno de turno se encontró en una situación muy comprometida a causa de los desaguisados del anterior y se vio obligado a adoptar una serie de duras medidas económicas y sociales. Por mor de ambas, mucha gente sufrió todo tipo de penurias. Hubo quien se vio en la calle, sin empleo y, aún más desesperanzador, sin perspectiva de volver a tenerlo. Empresas cerradas, familias formando colas en las puertas de las parroquias y resurgimiento de casas de empeños para poder medio llenar alguna nevera. Y al colectivo de Emilio le afectó la crisis en forma de congelación salarial.
¡Esto no era admisible! Y aquellos abnegados operarios, con Emilio a la cabeza de una delegación informativa, decidieron adoptar medidas contra semejante injusticia. Iniciaron una huelga de celo, perfectamente compatible con las salidas para el desayuno, la atención a asuntos propios y diversos y los correspondientes puentes festivos. Pretendían presionar al gobierno que tan mal les consideraba aunque, en realidad, las consecuencias directas de aquellas actuaciones (o, mejor expresado: mínima actividad) las sufrían Juncal y otros que, como ella, se dedicaban a gestionar asuntos de ciudadanos comunes que se desesperaban y cuestionaban su trabajo, porque no entendían cómo era posible que después de cinco meses su reclamación no se hubiera tramitado aún. «Nos hemos equivocado al darte nuestra confianza», le decían. Y Juncal no podía más que aguantar el tipo y soportar estoicamente la injusta tacha.
Al fin y al cabo -pensaba Juncal- aunque el ciudadano no lo comprenda, todo es por su bien. Merecen un servicio de calidad.