OPINIÓN
De profesión
Me llegó una solicitud de ‘amistad’ a través de una red social en la que muchos publicamos fotos de nuestros viajes
Me llegó una solicitud de ‘amistad’ a través de una red social en la que muchos publicamos fotos de nuestros viajes, mostramos las comidas que disfrutamos, exhibimos piruetas deportivas y nos permitimos algún que otro postureo.
Se trataba de una de esas invitaciones indiscriminadas en ... las que el interesado no remitía ningún tipo de mensaje o presentación. Tan solo la ‘solicitud’ descarnada y descarada. Me llamarán caduco, pero continúo resistiéndome a que la modernidad riña con un mínimo sentido de la educación.
En el caso de autos, esta vez, el responsable no era ningún desconocido tuteante captador piramidal de incautos ni ninguna despampanante lolita de nombre exótico. Al ciudadano en cuestión lo conozco, es medio vecino y hemos tenido cierta relación, aunque no nos cruzamos palabra desde antes de la pandemia. Pero al abrir su perfil me quedé atónito. Y no porque mostrara una foto imposible o su presentación fuese una cita memorable, no.
Antes de explícales el motivo de mi perplejidad, les contaré que el nexo de unión con ese instagramer fue un proyecto de regeneración democrática que en su momento fue ilusionante y aglutinó en torno a sí a gente muy capacitada y comprometida, hastiados de la clase política inútil, corrupta y endogámica que había gangrenado las esperanzas de gran parte de la ciudadanía de este País. Por espíritu y principios (contrariamente a lo que denunciábamos que carecían ‘los de siempre’), muchos de quienes nos enrolamos en aquella aventura política nos sentíamos ‘anti-políticos’ porque, pese a la heterogeneidad del grupo, nos unía el pavor de ser identificados como tales.
El muchacho del que les hablo apareció en un momento posterior. Justo cuando el espíritu liberal, ácrata y desacomplejado -tan gaditano todo- que caracterizaba a la agrupación local comenzó a verse destruido por nomenclaturas, coordinaciones provinciales, órdenes de la superioridad y graduados en mangoneo. Alguien apostó por colocar a aquel chico callado y discreto en una posición de práctico, encargado de conducir la nave a puerto tras la marejada. Y comenzó a ganarse simpatías y adeptos por sus formas y sus confidencias, que le presentaban como un profesional de lo suyo, alérgico a la moqueta y al oropel y dispuesto a hacer uso de la voz que se le había concedido, con criterio propio.
Pero el tiempo comenzó a poner a cada uno en su sitio. Los ilusionados terminamos conociendo la verdad; el proyecto acabó en manos de aquellos de quienes se huía; y estos son siempre tantos (los mismos, donde quiera que se les ubique) y tienen tanto tiempo libre que acaban venciendo, aunque nunca por calidad.
Y aquel tipo, quien te ganaba para su causa cuando te miraba con cara de niño bueno y te exhortaba a ‘creer en él’, se encumbró en medio del derrumbe. Se afianzó a su nuevo estatus, pidió su excedencia laboral y se acostumbró a los sacrificios que conlleva el alto servicio público (aún recuerdo cuando me lo crucé una mañana de jueves, sobre las once. Yo llevaba mi maletín y él su bolsa de gimnasio. No pude saludarlo porque bajó la cabeza).
Hacía tiempo que me preguntaba qué sería de él, en estos tiempos en los que están saliendo a la palestra tantas voces críticas con la dirección de ese partido entre los pocos que han quedado con cierta representación. Y él no aparecía. Y fue en estas me encontré esa petición de amistad de la que les hablaba. En su perfil aparecía su nombre y su foto. Y la leyenda «Político».
¡Que pena!
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