El plañidero
Todos saben que la única fortaleza de este hombre es la debilidad de la bancada enfrentada. En cuanto la oposición deje de hacer el indio, se acabó la ruina
Se quejaba el alcalde ante los medios, el pasado viernes, de la desatención del gobierno, confesando que se sentía ignorado por Yolanda Díaz.
Más allá de la simpleza del recurso al plañideo, el contenido del mensaje transmitido a la prensa denota a las claras la ... necesidad ineludible –para esta ciudad– de darle, ya, cajonazo a esta charanga que se ha creído que cualquiera puede cantar en El Falla (acépteme la licencia: a estas alturas deberíamos estar tratando de los Cuartos de Final y se echa de menos el ambiente).
Sucede que el munícipe defiende la supuesta –por él– tradición milenaria de los astilleros gaditanos («desde que éramos fenicios construimos barcos», dice el bajista) como argumento definitivo para que las ministras del ramo se pongan firmes ante un whatsapp buen-rollero de un regidor que no pierde ni una sola ocasión que se le brinde para demostrar que la caída al pozo del ridículo no tiene límite.
Por mucho que el insigne profesor profesor de Historia –sin trienios computados ante la pizarra– lo vocee a través del megáfono, no hay dato alguno que demuestre la maestría gadiriana en la construcción de barcos. Ni la gadesiana –ciudadana romana–, ni mucho menos la de los moradores de aquella triste e insignificante Yazirat Qadis andalusí. Dada su valía intelectual y académica, no puedo creer que don José María haya cometido ningún error, sino que más bien ha querido aprovechar la tradición marinera de nuestros primeros colonizadores para lanzar una idea equivocada de nuestra historia. No obstante, ya a estas alturas debería darse cuenta que sus cuentos tienen un recorrido más corto que el que lleva de San Juan de Dios a su supuesto piso en La Viña.
A poco que se estudie –o siquiera mínimamente se lea–, puede uno descubrir sin esfuerzo que la tradición gaditana constructora de barcos arranca en 1891, con la inauguración a cargo de los Hermanos Vea Murguía, a quienes les sucederían otros propietarios privados. El mayor dador de empleo de todos ellos fue Echevarrieta, sobre todo en el periodo 1929-1933, bajo la dictadura de Primo de Rivera (padre, señor alcalde). Porque luego, con la venida de la maravillosa Segunda República tricolor, el astillero se hundió. Y con él, todo el empleo que daba y las miles de ollas de puchero que llenaba.
Solo ocho años después, bajo el gobierno del General Franco, se reinició la «tradición milenaria». Y, tras la explosión del 47, hubo que esperar a 1952 para que el Estado (esto… Franquista) asumiera la titularidad de la empresa. Y todo aquello dio prosperidad, abundancia y plétora laboral a toda la Bahía hasta que aquella gallina dorada se la cargaran los exprimidores de huevos por arriba, pero también por abajo, alcalde.
Hoy, dado el estado en el que este experimento está dejando a la ciudad y tal y como todo el país contempla su sentido de la política y la economía, no habrá empresario privado que quiera dejarse caer por estas orillas para otra cosa distinta que tumbarse en la hamaca que tantas tardes de gloria anticapitalista dieron al prócer que nos representa. Y dudo mucho que este último, insigne licenciado universitario, propugne que nos alejemos de las directrices europeas para volver a inyectar millones de dinero público (ese que se bombea a través de impuestos a las clases productivas, concepto que algún día tendrá que conocer) en mantener industrias deficitarias.
Por eso, alguien cercano al alcalde tendría que realizar una obra de caridad y desvelarle la mentira del traje invisible. Todos saben que la única fortaleza de este hombre es la debilidad de la bancada enfrentada. En cuanto la oposición deje de hacer el indio, se acabó la ruina.
Y eso lo saben hasta en el Vaticano.