La deriva
En estos días el gran filántropo gallego ha dado un mazazo demoledor a la ciudad, a su actividad comercial y –que no se nos olvide- a decenas de familias que tenían asegurado un puesto de trabajo en una empresa que no ha dejado de dar beneficios a sus propietarios
Recuerdo el sentimiento agridulce que se experimentó en Cádiz cuando aterrizó aquí el grupo Inditex. Por un lado, el gaditano se sentía pletórico al disfrutar –por fin- de las «grandes tiendas» que solo visitábamos durante los viajes o en nuestras escapadas, el día de la ... Patrona, a Sevilla o -¡ay!- a la misma Jerez.
Pero, por otra parte, existía una triste sensación de orfandad cuando la uniformidad escaparatista, la modernidad y el tuteo fueron sustituyendo al trato deferente, la atención milimétrica y la calidad garantizada por aquellos vendedores veteranos que conocían cualquier detalle que pudiera ser de tu agrado o incluso del de algún familiar de quinto grado que alguna vez se dejó caer por aquellos probadores inmensos y elegantes, con banco, mesa, percha, puerta con pestillo, doble espejo y espacio para una familia numerosa. Hoy, cada vez que arreglo el cuarto de mis niños me acuerdo de los probadores de Merchán y las posibilidades que me ofrecerían aquellos metros cuadrados para montar dentro una exposición sueca.
Aquellos eran tiempos en los que no venían cruceros ni existían pisos turísticos. La oferta hotelera de la ciudad se limitaba al Parador, el Hotel Francia y París de toda la vida y un puñado de hostales y pensiones modestas y correctas. La Residencia del Tiempo Libre se mostraba esplendorosa y el nuevo Hotel Playa Victoria, tras años en ruinas, comenzaba a cobrar forma.
Les hablo de la segunda mitad de los años ochenta, cuando a Cádiz no venían turistas, sino veraneantes fieles. Y, durante las fiestas del invierno, los únicos forasteros que se contaban por la calle eran los estudiantes desterrados por mor de la carencia universitaria local y unos pocos familiares que se acercaban en Carnaval. Una fiesta que ocupaba la mente del gaditano común desde el día de la Pestiñada hasta dos o tres días después del Domingo de Piñata (aún no se «oficializó» el Carnaval Chiquito); y raros eran los «jartibles», más allá de alguna licencia de barbacoa en aquél Trofeo Ramón de Carranza.
En aquellos años sonaba exótico oír un idioma extranjero por la calle; y la hostelería se dividía en dos grandes grupos: las casas de comida de toda la vida, con sus diferentes categorías y calidades; y las decenas de bares y pubs que poblaban todos los rincones de la ciudad. Éstos últimos también con sus diferencias y, quizás, problemáticas, pero con dos características comunes a todos ellos: su minimalismo (literal, en todos los sentidos) y su aportación de vitalidad a una población vibrante y naturalmente alegre, pese a las carencias laborales que ennegrecían el horizonte.
Luego, en los años que siguieron y cruzaron el siglo, la ciudad se volvió más atractiva para el turismo, al que se la ha dado tanto sitio quitándoselo al gaditano. Se crearon estructuras rimbombantes (físicas y metafísicas) y se creó la ficción orwelliana de que vivíamos en una ciudad de sonrisa eterna y bendición divina. El Carnaval pasó a cubrir todos los huecos que dejaba libres una agenda cultural de tercer nivel; y se erigió en monotema del universo local. Todos querían venir a Cádiz, sí, pero -a la par que sonreía- el municipio fue perdiendo población de forma vertiginosa. Algo no funcionaría bien.
En estos días el gran filántropo gallego ha dado un mazazo demoledor a la ciudad, a su actividad comercial y –que no se nos olvide- a decenas de familias que tenían asegurado un puesto de trabajo en una empresa que no ha dejado de dar beneficios a sus propietarios, a pesar de pandemias y alquileres vergonzosamente desproporcionados (cuestión que merece otro debate). Si ya resultaba desolador pasearse por algunas calles -a pesar de barcos, turistas y sonrisa institucional- lo que sucederá a partir de Enero de 2021 podrá servir como decorado de alguna película de terror.
Dicho todo lo anterior, debemos ahuyentar el desánimo. Disfrutamos de una ciudad ideal, sin normas para quien se sienta libre de ellas; una playa maravillosa; un carril bici que nos facilita la vida y un equipo de gobierno dedicado día y noche a resolver los problemas reales de la ciudadanía. Y, mientras dormimos, nuestro benefactor aprovecha la baja para ampararnos con su lucecita del móvil mientras tuitea sobre el indigenismo precolombino.
¡Que arte tenemos!
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