Te doy mi palabra
Un hombre es digno de confianza y de respeto cuando demuestra con hechos lo que compromete
Desde tiempo inmemorial se ha considerado a la palabra dada como aval suficiente y garantía de cumplimiento entre la gente de bien. Grupo este al que se accede por mérito propio y auténtico. De nada valen la ascendencia familiar, los contactos de tu padre o ... el dinero que lleves a casa. Un hombre es digno de confianza y de respeto cuando demuestra con hechos lo que compromete . Quien hace lo contrario abandona la consideración que pudiera haber merecido y merece cualquier descalificación indecorosa.
Lo vemos a diario en todos los ámbitos de nuestra vida, aunque donde más se reproduce esta conducta es en el mundo de la política. De hecho, resulta noticioso y extraordinario encontrar a un político honrado y leal con su propia palabra . Los hay, pero la ciudadanía está ya tan hecha al embuste y al desdicho que considera a aquellos sospechosos. «Este hombre ha hecho lo que ha dicho… Algo ocultará», se rumorea por el mentidero en las raras ocasiones en que un político ha cumplido con lo prometido.
A este estado de descreimiento y cinismo nos ha conducido la cloaca política que viene nutriéndose de escombros . De individuos mediocres que, incapaces de labrarse un presente, comenzaron a labrarse un futuro haciendo de la mentira una costumbre, un sistema y un modo de vida.
Lastimosamente, el incumplimiento de la palabra resulta ya tan usual que incluso se ha perdido el valor de la misma siquiera como marca de deshonra. Ni siquiera sirve escrita. En otro tiempo -quizás también en otro lugar- la infracción del compromiso convertía al farsante en un paria, un miserable incapaz de obtener crédito alguno en su entorno y forzado a un malvivir cabizbajo por la insoportable infamia. Ni aún entre su familia podía encontrar cobijo, pues quien así obraba ponía en entredicho la educación recibida en su casa. Casa que, cuanto más modesta, más podía presumir de valores .
Y es que, al dar la palabra, lo que deja uno en garantía de cumplimiento es algo incalculable, que trasciende el momento preciso y su historia personal; que compromete tu nombre y el de tu familia; y que te señalará para siempre en un sentido u otro. Es decir, lo que ofrece uno en garantía es nada más y nada menos que el honor, descrito por el Diccionario como «Actitud moral que impulsa a las personas a cumplir con sus deberes .»
Hoy, nada de eso importa. Conceptos como el transcrito son tomados hoy a verbena por las huestes, intelectualmente tullidas, que jalean sectariamente al «suyo» aunque el individuo sea un patán . Y ante ellos, la invocación de valores consustanciales al Hombre solo sirve para oxigenar su monstruosa carcajada. La moralidad no existe. Y menos desde que el ejercicio de su destrucción se encuentra infinitamente mejor pagado que cualquier trabajo honrado.
Al fin y al cabo, no cabe esperar que el olmo yermo dé ningún fruto. La suerte es un regalo divino ; y humano es aprovecharse de ella para librarte de las miserias que te has labrado hasta su llegada. También es humana la cobardía; y más común. Y como tal resulta comprensible que el rey tuerto se refugie en la masa ciega para evitar enfrentarse a la verdad. Esa que desvela que el único ojo que tanto brillaba es falso.
Como dijo Jacinto Benavente, «Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que no lo fue nunca».
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