Al padre de un ángel
Una vez que eres padre se produce en ti un deseo irrefrenable de volver a vivir, junto a tu hijo, todo aquello que te hizo feliz en tu infancia
Una vez que eres padre se produce en ti un deseo irrefrenable de volver a vivir, junto a tu hijo, todo aquello que te hizo feliz en tu infancia. Vuelves a los lugares donde te sentiste dichoso, retomas aficiones que te llenaron de pequeño y ... recuperas a la familia con la esperanza de que tu niño se sienta tan querido, protegido y rodeado de amor como tú lo fuiste. Abres tu baúl particular de los recuerdos con la esperanza de construirles los suyos, cuidándote mucho de que no aparezcan los trapos rotos.
No se trata de un diseño, ni de una dirección. Se trata de una ilusión. La de ser recordado, algún día, como parte de esa felicidad. Y la de procurarle un refugio sentimental de felicidad y amor que le ayude a sortear, en tu ausencia, los toboganes oxidados que sabes que irán apareciendo en su camino.
Una ilusión que crece cada vez que lo aúpas para que ponga la estrella en el Belén. Con cada visita a casa de los abuelos o con cada excursión con los primos. A cada libro con que aumenta la colección y con cada pedaleo que te acompaña por los carriles de aquella aldea de tu infancia, en la que has alquilado una casa para que sepa cómo huelen las zahareñas, aunque tú hubieras preferido -si él no estuviera- acomodarte en la tumbona de un chiringuito hasta la puesta de sol.
Una ilusión que se proyecta sobre el cálculo de cuántas camisetas necesitarás para «convencerlo» de que tu equipo es el suyo; de cuántas veces se equivocará antes de reconocer que tienes razón; o de cuáles amigos elegirá de entre los veinticinco que tienes identificados, fichados y registrados con código rojo desde que lo matriculaste en la guardería.
Una ilusión que te convierte en un titán, capaz de enfrentarte solo, en silencio y sin reconocimiento, a la jauría que amenaza con apagarla; y renuncias a tus propios sueños con la esperanza de que, algún día, sea él el tripulante del cohete que dibujó para ti el último Día del Padre. Y llegue a esa meta sin haber sufrido ninguna dentellada, aunque a ti te haya costado perder la salud y, si es preciso, el alma.
Una ilusión que en demasiados casos se erige como único motivo para mantenerte en el camino, aún sabiendo que continuarás recibiendo golpes, prometiéndote a ti mismo soportar el dolor hasta que él ya no te necesite. Y sin olvidarte de sonreírle mientras le ocultas los moratones.
Y, de repente, el mundo se para en seco. El enemigo ha saltado el escudo y, cobarde, te ha burlado justo cuando estabas fabricándole recuerdos a tu hijo. Has diseñado el plan perfecto para que disfrute de un fin de semana maravilloso. Lo has llevado donde más le gusta, rodeado de familia y amigos. Se encuentra seguro y protegido. Habéis superado la pesadilla del confinamiento y el terrible conteo sin sufrir mella en casa. Y os merecíais, todos, ese momento.
Y te lo roban. Una maldita piscina se convierte en aliada de las tinieblas y destroza decenas de vidas en una sola. La bestia no podía vencerte cara a cara y te golpea a traición en el único sitio donde sabe que puede fulminarte.
Y el Silencio. Llamadas, mensajes y pretensión de decirte algo oportuno en la primera ocasión que se encuentre… Y ¿Qué podemos decirte, Paco? ¿qué consuelo podemos darte, por Dios?
Y das una lección. Te levantas, nos miras y nos sugieres que le pidamos cosas al Ángel. ¡Que la pidamos para nosotros! Y vuelves a colocar el escudo sobre tus niños para que sigan el camino y tomen el relevo a los mandos de aquel cohete. Sin que vean tus heridas.
El Ángel tiene que estar muy orgulloso de su Padre.
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