José Colón - OPINIÓN
Orgullosos
Hoy no escuchará usted a nadie decente en Cataluña alabar a Jordi Pujol ni enarbolar la bandera de su extinto partido
Durante los meses siguientes al golpe de estado secesionista en Cataluña, la ruptura callejera llegó a los comedores familiares, a las citas entre quienes hasta entonces se consideraban amigos íntimos y a los centros de trabajo. La tensión alcanzó niveles preocupantes y el ambiente estuvo ... a punto de volverse irrespirable.
Servidor, que tiene el defecto de no ser diestro con la izquierda, entró en liza (evidentemente verbal) con más de uno de esos “lazis”, como los constitucionalistas de allí llaman a los independentistas. Y debo decirles que se puede. No crean que todos los adeptos a la causa nacionalista catalana comparten el perfil genético de Puigdemont, Torra y demás ejemplos de inteligencia y raza superior. Existe mucha gente trabajadora, honrada, civilizada y -se lo aseguro- cultivada que no alberga sentimiento patrio hacia España, aunque sí afecto y cierta fraternidad. Menos que un portugués, pero quizá más que cualquier concejal podemita de cualquiera de nuestras ciudades.
Sí: podrá usted decirme que les faltan lecturas y les sobra soberbia. Pero tenga en cuenta que ellos podrán achacarnos que nuestras lecturas son incompletas y nos falta mesura… Y al final todo se centra en una cuestión de orgullo. Ellos lo están de sus orígenes, su tierra y su historia, tal y como se la han contado; al igual que nosotros lo estamos de los nuestros. Y de algún lugar la habremos aprendido.
Lo que no he visto allí en estos tres años es a nadie decir -y mucho menos escribir- sentirse orgulloso de haber militado en Convergència i Unió. Ni siquiera de haberlos simpatizado. Y, desde luego, nadie osa declarar ahora haberlos votado. Evidentemente mienten, porque la permanencia en el poder durante más de treinta años no se logró por sortilegio. Y durante aquellos años de trincada Esquerra Republicana era una chirigota y el caganer huído a Bélgica en un maletero solo pensaba en cómo evitar los cosquis que le darían en el instituto. Pero lo cierto es que hoy no escuchará usted a nadie decente en Cataluña alabar a Jordi Pujol ni enarbolar la bandera de su extinto partido, porque ambos han quedado retratados como sinónimo de mentira, latrocinio y corrupción. Y a nadie con dos dedos de frente le gusta vestir con ninguna de esas etiquetas. Aunque tenga la cabeza llena de mariposas amarillas.
Aquí en Andalucía -y, si me permiten, en el resto de España- somos diferentes. Aquí encontramos gente que pasa por decente, honrada, trabajadora e instruida que clama con arrobo su orgulloso sentimiento de pertenencia al PSOE. A pesar de la corrupción que acabó sepultando a González. A pesar de los ERES, de Chaves y Griñán, del mangoneo susanista. A pesar de que los gobiernos socialistas solo han traído paro y miseria y a pesar de tener a un presidente del gobierno que no dice una verdad ni aún por accidente, que orina con sus mentiras las sobremesas de telediario y que en medio de la mayor tragedia que ha padecido este país dará buena cuenta del mueble bar del Falcon mientras se dirige al palacete que su progresista señora ha elegido para pasar sus vacaciones de jet-set.
El problema de este país no se llama Pedro. Ni Torra, Zapatero, Iglesias o Monedero. El problema de este país es que muchos disfrazan de orgullo lo que no es sino lepra moral. Y así nos ha ido. Y lo que nos caerá.