José Colón

El Mamarracho

Donde allí solivianta, se tacha, se repudia y, sobre todo, se padece vergüenza, aquí se ensalza, se jalea y se exhibe como una suerte de orgullo paria

Hace años se emitió un episodio de 'Callejeros' rodado en Cádiz que mostraba -¡cómo no!- el lado más folklórico de esta ciudad. Y discúlpenme los flamencos, los autores carnavaleros, los promotores del Festival de coros y danzas y los reparadores de marionetas (por algo tendremos ... un 'Museo del Títere', digo yo), porque no utilizo el término para referirme al conjunto de costumbres, artesanías, canciones y otras cosas semejantes de carácter popular, sino como lamentable sinónimo de 'cutre'.

El lamento no viene por la creencia en un complot universal contra La Tacita, ideado por las mentes más oscuras del orbe para hundirnos y contrarrestar así la luz que proyecta nuestra cegadora esencia, no. Es conocido que aquel programa televisivo saca a relucir lo más desechable de cada lugar que documenta y Cádiz no iba a ser una excepción para los editores televisivos.

La diferencia con cualquier otro lugar radica en la repercusión y el efecto. Donde allí solivianta, se tacha, se repudia y, sobre todo, se padece vergüenza, aquí se ensalza, se jalea y se exhibe como una suerte de orgullo paria. En todos sitios hay gente que ocupa hectáreas de playa o monta saraos en la arena sin preocuparse de si molestan o no al resto de usuarios; tipos que destrozan el mobiliario público; 'folklóricos' que plantan su silla de playa en medio del paso cofradiero para regalarle una alfombra de cáscaras de pipa; graciosos que acuden al teatro a hacerse notar sin importarle el interés del respetable por la audición de la pieza o personajes que acuden en camiseta de tirantes a una presentación municipal. Pero, a diferencia de nuestra sufridamente querida Casa, en ningún lugar se les ríe la gracia, se les dedica un homenaje o se les regala un palco en el teatro principal, por poner algún ejemplo.

La falta de respeto hacia los demás se ha convertido en santo y seña de la otrora Muy Noble, donde, de seguirse esta deriva, pronto estará mal visto lucir todas las piezas dentales o el decoro de meterse la camisa por dentro del pantalón.

Mientras creamos que exclamar «tengo más clase que tú» es una buena respuesta a quien te reprocha que salgas en la penitencia de un Misterio luciendo más melena que el Crucificado; o que interrumpir, eructando, la grabación de un programa de la BBC sobre gastronomía local sea algo divertido, seguirán considerándonos desde afuera como lo hacen: un cachondeo.

Y contra esa suposición, poco puede hacerse si no existe afán de superación. Por muchos coches que se quemen, mucho megáfono que se use y mucha copla que se cante, desde afuera se nos considerará una chirigota que se contenta con un incremento conforme al IPC y volvemos dóciles al circo para solaz del respetable, a continuar con la función mientras el señorito se divierte.

Y no, todo esto no es por un oso. Concretamente, es por tres osos. Si el responsable del desaguisado hubiera tenido respeto hacia los gaditanos y en su casa le hubieran enseñado el significado de «tener vergüenza», no hubiera desfilado un cuarteto desinflado, sino un batallón ártico donde una baja no hubiera sido apreciada. Estos, que tanto saben de bajas y ocultaciones…

Pero no quisiera que me señalaran de «mismismo» con este artículo. La falta de respeto hacia la ciudadanía no es pieza exclusiva de este equipito. Aún recuerdo (creo que hará unos trece años) aquella cabalgata de camiones, muchachas en tanga y figurantes impropios aún para la graciosa Lérida. El contraste entre una y otra ocasión es que, en aquella, todo Cádiz se enteró de los gritos y el cosqui que la que mandaba propinó al inútil de turno.

Hoy, sin embargo, todo son risas…

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