José Colón
El hundimiento
Rivera, anoche, remató la faena. La decisión de seguir ha supuesto la puntilla para su partido
Recuerdo la campaña electoral del inefable José Luis Rodríguez Zapatero en los meses de febrero y marzo de 2004: ocurrencias como ‘la zeja’, «el talante» y el propio acrónimo ZP supusieron un éxito notable frente a un estupefacto Rajoy que profirió jocoso aquello de «algunos ... asesores deberían ser cesados». Asesores que triunfaron en su diseño del plan de comunicación y auparon a Zapatero a la presidencia del gobierno frente al anquilosamiento y «sobradismo» de un Partido Popular que creyó que bastaba con presentar el testamento de Aznar para llevarse la elección de calle.
El triunfo de aquellos asesores creó una moda que ha degenerado hasta el punto visto en la última semana y se ha traducido en los resultados electorales de ayer domingo. Albert Rivera ha debido estar dando gracias por la fugacidad de la campaña electoral, porque debe ser muy dificil de sobrellevar ser el blanco de la mofa generalizada durante más tiempo.
No lo tenía fácil: la deriva de Ciudadanos durante este infausto 2019 le situaba en una complicada posición para vender un proyecto a un electorado pragmático y poco ideologizado que hace un año mostraba orgulloso sus colores y durante los últimos meses costaba encontrarlos en una encuesta.
Comenzó el año de forma extraña: con una cuestionable campaña de primarias que dejó un tufo a puchero que se quedó prendado en la chaqueta de quienes decían venir a regenerar nuestra enferma democracia. Y continuó de manera sospechosa, decantándose en Andalucía por actuar como sirviente de un partido popular en horas bajas que no acababa de creerse que le había tocado la lotería y mostrando una ambigüedad con Vox que hizo saltar las alarmas de los nada desdeñables segmentos socialdemócrata y liberal del partido. Seguidamente vino aquello de renunciar a su fundacional papel de bisagra y, en lugar de actuar con responsabilidad de gobierno, jugó con el interés nacional forzando unas nuevas elecciones. Luego vinieron el abandono de Cataluña, la fuga de notables, el hostigamiento a los críticos, la búsqueda de «talento» estrellado y la conversión en una peña en la que primaba el entreguismo frente a la capacidad.
Los asesores de Rivera se han ido encargando de tratar de sortear esa sarta de disparates fabricando argumentarios con los que sus endebles representantes territoriales trataban de explicar lo inexplicable, convirtiendo a un partido que nació con ideas en una fábrica de memes con los que los contrarios se han divertido y los propios se han ido tragando con vergüenza. Se han traspasado todas las líneas rojas en la búsqueda de un sitio que se ha perdido por demérito propio: las últimas, las del ridículo. Los perritos, las camisetas y las baldosas no sirven para disfrazar la inconsistencia. Han equivocado el objetivo. Su electorado no se merecía ese trato. Y se le ha pagado de forma merecida. Una estafa así merece esa respuesta.
Rivera, anoche, remató la faena. Su decisión de continuar ha supuesto la puntilla para un partido que ha abandonado la coherencia e instalado en la insignificancia y allí se mantendrá, hasta su desaparición. Que será pronta.
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