Gran Premio
Cádiz es distinto. En muchos -quizás demasiados- aspectos, somos la Cenicienta de Andalucía, verdadera madrastra de cuento
Cádiz no es Sidney, ni San Francisco. Aparte de la obviedad, ni siquiera puede compararse a Saint Tropez. Y no estoy hablando de belleza, encanto ni gracia. Las anteriores son ciudades con marca reconocible y fuerte impronta para el ciudadano medio, a nivel mundial, y ... no precisan de ningún evento especial para atraer visitantes. La oferta cultural, el atractivo turístico o el simple mito cinematográfico son pancartas lo suficientemente poderosas para situarse en el más alto rango de lugares conocidos y deseados como destino del viajero.
Cádiz es distinto. En muchos -quizás demasiados- aspectos, somos la Cenicienta de Andalucía, verdadera madrastra de cuento. A la hora de ir a la fiesta, siempre nos quedamos mirando cómo la matriarca reparte los mejores vestidos entre sus hijas dejándonos los retales y, mientras disfrutan del cóctel, aguardamos a comer de las sobras porque la invitación nunca llegó. Y si se da la circunstancia de que algún príncipe se fije en nuestra oculta belleza, la alegría será efímera. Acostumbrada a la cochambre, a la descubierta no le dará tiempo de lavarse la cara cuando alguna hermanastra despampanante y siempre reluciente como una torre de oro aparecerá, guiñará el ojo y se llevará al pretendiente a su prado (aguarden ustedes a ver qué pasa con la propuesta de traerse el Tribunal Constitucional. Pero no quiero desviarme del tema).
Precisamente por ello, Cádiz debería apostar por un modelo de ciudad que ofrezca contenido. En este pasado fin de semana se ha mostrado un excelente escaparate a través de la televisión. Las imágenes del campo de regatas, la muralla, el baluarte abanderado y el gentío copando la balaustrada habrán supuesto un golpe de efecto considerable y una aportación valiosísima para ayudar a mucha gente a situarnos en el mapa. Y quien haya tenido la suerte de toparse con este este evento durante su estancia de puente festivo, se ha encontrado en medio de una ciudad vibrante y ha disfrutado de una desbordante oferta hostelera. Pero … ¿qué más hay? ¿Qué le ofrecemos a quien se haya prendado de las imágenes y venga el siguiente fin de semana?
Si no hubiéramos perdido los últimos diez años (cuatro de complaciente autobombo y seis de inutilidad), quizás el siguiente fin de semana pudiéramos programar una visita al Museo de la Constitución Española de 1812, o acudir a alguna exposición itinerante de primer nivel en la Casa de Iberoamérica, el Castillo de Santa Catalina o el Museo de Arte Contemporáneo (tenemos uno, aunque no lo parezca; y se quiere hacer otro). Los jartibles de dentro y fuera podrían disfrutar en su Museo del Carnaval y, puestos a soñar cosas posibles, podríamos pensar en los niños y llevarlos al Museo de la Ciencia en el Castillo de San Sebastián. Un enclave único que, si hubiera encallado en cualquier otra localidad del mundo, sería una atracción de primer orden.
Podríamos tener museos de arqueología submarina, militares (¿Se imaginan uno sobre la Batalla de Trafalgar en cualquiera de los Baluartes; o sobre la invasión napoleónica en las Puertas de Tierra?), espectáculos en el teatro romano (¡ay, Bolonia!) o bibliotecas acristaladas haciendo frontera entre el Parque Genovés y el Paseo de Santa Bárbara (para que se hagan una idea, ¿han visitado el Parque del Retiro?).
Suena a ensoñación y a varita mágica, pero nada de eso es imposible. Tenemos la materia prima y nos sobra ingenio. Para lograrlo, no debemos esperar a nuestra Hada Madrina, basta determinación, valentía y conocimiento.
Quedan dos años para cambiar el rumbo. A no ser que el Levante se lleve antes la lona que cubre las vergüenzas de quien carece de aquellas facultades.