El formulario
Lo que quería contarles era la anécdota que me ocurrió en mi última guardia
Como picapleitos, además de mi despacho –y como muchísimos otros compañeros–, presto servicio como abogado de oficio. Se trata de una noble y maltratada función que consiste, para quien no lo sepa, en hacer realmente efectivo para el ciudadano el derecho constitucional a la tutela ... judicial. Es decir, que nadie que caiga en la desgracia de verse envuelto en un entuerto se quede sin protección porque no tenga dinero para pagar a un abogado. Y es una labor maltratada por parte de todos los poderes públicos (que exigen su funcionamiento) y por el propio ciudadano que requiere esos servicios. Pero ese es otro tema.
Lo que quería contarles era la anécdota que me ocurrió en mi última guardia. Me tocó asistir a un joven de unos treinta años, por un asunto de tráfico. Buena apariencia, trato correcto, empleado como chófer de una empresa de reparto. Nada hacía indicar lo que sucedería.
La dificultad comenzó cuando el buen hombre se mostraba incapaz de comprender que, habiendo cometido un delito que conlleva la pérdida del carnet de conducir y cuya tipificación en el Código Penal no arroja ninguna duda, a él se lo retiraran «porque entonces se quedaría sin trabajo». Es decir, reconocía los hechos y la tontería que supuso coger el coche inmediatamente después de salir de un concierto en el que había ingerido seis o siete copas, pero le parecía inaudito que «por eso» fuera a perder su trabajo. Y propuso que la prohibición de conducir se le practicara durante los fines de semana.
Lo grave no es, ya, que en la imaginación de este hombre cobre sentido que la Ley pueda administrarse a la carta, sino que ni siquiera se plantee la dificultad y el coste que conllevaría el control de una medida así y que ese dinero, al igual que los millones de dinero público tirados a la basura por el descontrol y el desenfreno, proviene de su bolsillo.
Pero lo peor vino después. Justo cuando le di el formulario de solicitud de asistencia jurídica gratuita para que lo rellenara con sus datos personales y firmara. Se trata de un formulario básico que, cuando se atiende a una persona mayor o con evidente dificultad de entendimiento, yo mismo lo relleno. Pero, en este caso, ante la aparente evidencia de encontrarme ante una persona que carece de esas limitaciones, le pedí que lo hiciera él mientras yo me dedicaba a las tareas por las que realmente tiene sentido mi trabajo (inspeccionar el expediente para ver si existe alguna posibilidad de defensa, responder a los requerimientos del funcionario…etc).
Pues bien, hasta tres impresos fueron necesarios para que el buen señor supiera poner el nombre donde indicaba «nombre», su domicilio donde decía «domicilio» y el resto de datos donde se concretaba cada uno. Mi perplejidad era notoria. Pensé que ese hombre, por su edad, había asistido a una educación primaria obligatoria, que llega hasta los 16 años. Y me aterrorizaba pensar qué tipo de educación pública se imparte en nuestro país para que un treintañero, que había firmado en su día un contrato de trabajo, otro de financiación de compra de un coche y una escritura de hipoteca, no sepa rellenar un elemental formulario como ese.
Sin embargo, el auténtico terror vino después, cuando oí rumores tertulianos sobre el adelanto de las elecciones y pensé en los millones de papeletas depositadas en las urnas por votantes incapaces de poner su nombre en un espacio en blanco. No quiero ni imaginarme lo que esa buena persona rumiará cuando oiga algún debate presupuestario, le hablen de la extrema derecha u oiga a cualquier fulana mencionar «todes»…
Poco nos pasa.