La etiqueta
Han llegado a decirme que mis diatribas generan odio y a preguntarme qué ganancia obtengo con llamar ‘pan’ al pan. Ya les respondo que ninguna
Todas las semanas siento la tentación de venirme arriba y comentar en mi prestado y preciado espacio cuestiones de política nacional, como si fuera uno de esos buenos y afamados columnistas que viven de dar su opinión y se la valoran aún sin pedírsela (¡ay, ... quién pudiera disfrutarlo!). Quienes me siguen ya saben que sucumbo con mucha frecuencia a ese vicio. Me cuesta resistirme y soy consciente de que, cuando lo logro, obtengo un gran beneficio: el del interés del lector.
Ignoro el número de quienes no tienen otra cosa mejor que hacer un lunes por la mañana que acudir a mi rincón para comprobar cómo he hecho la digestión durante la semana anterior, a quienes les estoy inmensamente agradecido por ello. Es un dato que se guarda con mucho celo y que, sinceramente, tampoco me interesa en exceso. El hecho de estar escribiendo en este medio durante más de dos años y que sigan contando conmigo ya es un motivo suficiente de agradecimiento.
El hecho es que, de entre mis artículos semanales, siempre son más celebrados y comentados los costumbristas. Esos en los que relato algún episodio familiar, una experiencia vivida o algún recuerdo. Gustaron mucho los dedicados a mi Padre, a La Muela, a Islandia o cualquiera de los que, aun comentando algún asunto pretendidamente importante, usaba un tono amable y tomaba como referencia a aquellos que, con los pies sobre la tierra, siempre han procurado que no me descalabre cuando las nubes me desvelaban la verdad.
Sin embargo, no gustan tanto esas otras columnas en las que someto a juicio de ustedes los desvaríos, desvergüenzas y aun delincuencias de la escombrera política que guía nuestras vidas hacia el estercolero. Al menos, si tomo como referencia los comentarios que se hacen en redes sociales o los que me dirigen personalmente.
Soy perfectamente consciente de mi escasa calidad literaria, pero no reside ahí el descontento. La cuestión es de fondo. Han llegado a decirme que mis diatribas generan odio y a preguntarme qué ganancia obtengo con llamar ‘pan’ al pan. Ya les respondo que ninguna. Como retrató Machado, a nadie debo nada. Y, a diferencia de muchos sobrealimentados de la olla grande, «a mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago». Aunque a mi, pobre mortal, no me cobija ninguna mansión ni me brota verso alguno. Y menos aún de manantial sereno.
Y me ha venido al papel este asunto al revisar mi cuaderno de notas y reencontrarme con las apuntadas a cuenta de los sucesos de Sant Denis el día de la final de la Liga de Campeones y las manadas de salvajes agrediendo, robando y violando a ciudadanos europeos. Un asunto ya pasado, pero que guarda relación con esa supuesta siembra de odio que algunos atribuyen a mis modestos ensayos.
Al leer el párrafo anterior, algún ceño se habrá fruncido y alguna etiqueta se me habrá colgado (facha, ultra, racista…). Es el precio que se paga por usar un lenguaje claro para explicar la realidad. Pero las palabras no son semilla de odio, como tampoco debe serlo el relato de la verdad. El odio se genera cuando se castiga al informante en lugar de cortar la raíz del problema, cuando se mira hacia otro lado porque se usa un leguaje incómodo o cuando se deja al ciudadano indefenso ante la horda.
Puede que tenga colgada ya la etiqueta. Pero, si se fijan de cerca, verán que permanece en blanco. Es lo bueno de no tener precio.
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