OPINIÓN
Ejemplaridad (2)
Lo verdaderamente grave -y deleznable- es la actitud del sujeto marchándose del lugar sin dar la cara y buscar el escondite
No lo oculto: el título del enunciado iba a ser único para el pasado lunes; y dedicado al personaje que protagonizó el vergonzante episodio etílico de la semana anterior. Pero la actualidad -y la jerarquía- mandan. Y, evidentemente, la figura de un líder como Julio ... Anguita y la noticia de su fallecimiento merecían más atención y dedicación que cualquier otro triste episodio protagonizado por un lumbrera del pelotón. Y como el inefable ministro Garzón cometió la osadía de poner a don Julio como ejemplo, obtuve ahí la excusa perfecta para aprovechar el título del que hoy les traigo un segundo episodio. No me atrevo a cerrar la serie, a la espera de acontecimientos (hoy el país es un circo), por lo que amenazo con una tercera entrega.
Ahora bien, también tuve otro motivo por el que suspender la crítica al amontillado sujeto: el beneficio de la duda. Honestamente, creí que iba a demostrar la rectitud, hombría de bien y decencia que no pudo ofrecer durante el lamentable episodio. Es comprensible que el efecto del rico caldo y la atribulación subsiguiente a la metedura de pata nublen el sentido, pero no lo es tanto que, pasada la resaca, un profesional de la política se permita salirse de la palangana al modo en que lo hizo.
“El Partido” (entrecomillado, porque se pronunció de manera impersonal, como un ente. Ningún comentario expreso firmado con nombre y apellido) “le pidió” su dimisión de todos los cargos. De todos. Y resulta que el personaje decide que se queda con uno. Y “el partido” calla. Silente durante una semana. Tiempo que transcurre hasta que el inefable sujeto aparece en un vídeo con rostro compungido, carita ladeada y discurso corto y hueco, en el que pide perdón y promete trabajar por su ciudad. Y ahí queda.
Perdón, ¿por qué? ¿Por haber metido la pata y haber conducido borracho? Nadie está libre de ese error, aunque a ciertas edades y con ciertas responsabilidades sea menos excusable. Una metedura de pata como esa no justifica ningún escrache, máxime si se tiene la fortuna de que no haya daños personales. Lo grave no es el emborrachamiento, la justificación pueril (no quisiera yo contratar a ningún profesional que desempeña su labor emborrachándose, pero esa es otra cuestión) ni la entidad del daño. Lo verdaderamente grave -y deleznable- es la actitud del sujeto marchándose del lugar sin dar la cara y buscar el escondite.
Si obra así cuando el daño producido es leve, causa terror imaginar siquiera cómo habría actuado si hubiera sucedido una desgracia. Y, por otro lado, la imagen política que se traslada resulta demoledora, fiel reflejo de la deformación profesional de la que hace gala gran parte de la clase política de este país y que consiste en eludir su responsabilidad ante los errores y las negligencias. Lo cual nos diría bien poco (o, al contrario, muchísimo) de quien se presenta candidato a gestionar la cosa pública.
El caso es que ahí sigue el compatriota, con el rostro pétreo -a pesar de la pose- y el silencio cómplice de un partido que se muestra incapaz de ordenarse y librarse del lastre que provocó su hundimiento y le impide remontar el vuelo. Ha pedido perdón . Y el partido pone en marcha su particular y orwelliano Ministerio de la Verdad para que el episodio se olvide hasta que desaparezca. Mientras, en oscuras oficinas, se estará ya rebuscando en la basura hasta encontrar alguna falta que usar para pedir la cabeza de otro político (importante: subrayar “otro”), por simple que fuere.
Y es que hay que dar ejemplo. España no se merece otra cosa.