Opinión
Dinamita
Quedan dos años para que esta gente demuestre su categoría ética cumpliendo su propio código (ese que limitaba a ocho años cualquier mandato) y la ciudad, tras estos seis años, da vergüenza
La profecía se cumplió, aunque los tipos no podían imaginarse el alcance y dimensión de la misma cuando su liberado líder proclamaba, con el subidón, aquello de «una próxima visita con dinamita».
Todo ha resultado como las cuartetas (¡de Cádi tenía que ser!) de Nostradamus, ... que ninguna se ha interpretado con exactitud. Así, a toro pasado, se ha sabido que no se produjo una nueva visita, sino que vinieron a instalarse. Y no lo hicieron en la Universidad, sino que montaron su chiringuito en el consistorio de la ciudad que la acoge. En lo que no se produjo confusión alguna fue en lo del material explosivo: no han hecho otra cosa en estos seis años sino reventar Cádiz. Sin metáfora.
Quedan dos años para que esta gente demuestre su categoría ética cumpliendo su propio código (ese que limitaba a ocho años cualquier mandato) y la ciudad, tras estos seis años, da vergüenza. Mucha más que en aquellos tiempos en los que estos tipos daban lecciones de cómo mejorarla.
Cuando concluya el año cumpliré los 49. Y, desde que tengo uso de razón, he sido testigo de cómo Cádiz ha ido saliendo adelante -más mal que bien- pese a los esfuerzos de unos pocos por hundirla. Los ciclos económicos han marcado los tiempos y las oportunidades y aquí se han sufrido más las crisis y se han disfrutado menos los tiempos de bonanza. Tanto en unos como en otros momentos se ha gestionado la cosa pública con pocos aciertos y muchos errores; y siempre ha habido un debate político más o menos ácido entre fans y detractores de quien ostentaba el bastón de mando, pero siempre hubo una sana concordia ciudadana. Hasta hace seis años.
Una armonía que entroncaba directamente con nuestro santo y seña: el buenrollismo, de gaditanas maneras. Jamás estuvimos de acuerdo con las políticas de “unos”, pero también fuimos los más críticos con la practicada por “los otros”. De hecho, los dos bandos dejaron de gobernar en su momento porque su propio electorado les abandonó. No hizo falta que se mudaran, bastó con que dejaran de ir a depositar el voto y mostraran así el hastío que les producía el politiqueo ajeno a la realidad de la ciudadanía.
Esta era una ciudad instruida e inteligente. Y, como tal, se tomaba a cachondeo el show montado en los plenos municipales, se buscaba a Franquito en las fotos o se reía del complejo de egolatría de la Platino. Pero ahí quedaba la cuestión. Nos preocupaba que se construyeran viviendas, la limpieza, el transporte público, la agenda cultural y el empleo. Sobre todo, el empleo. Pero procurábamos no contaminarnos de aquel circo político. Nuestra vida diaria era más decente y, cuando podíamos, acudíamos juntos al Teatro Pemán y al Carranza con la única discusión sobre la calidad del espectáculo o el papelón de los amarillos; nos citábamos a los pies del caballo sin preguntarnos por qué se erigía allí la estatua de un asesino de españoles y nos extrañamos cuando se comenzaron a poner estatuas horrorosas de señores que eran conocidos en su casa a la hora de cantar un pasodoble, pero nos encogíamos de hombros y le dábamos una palmada. Cada uno tenía su sitio.
Pero llegaron ellos. Y para ocultar su ineptitud, su incapacidad y su negligencia, se dedicaron a desmantelar nuestro auténtico hecho diferencial: la concordia.
Tenemos que recuperarla. Y para ello resulta imprescindible mostrarles la señal de salida. E invitar a seguir el mismo camino a quienes tienen la posibilidad de arreglarlo y prefieren esperar al colapso para sacar algún rédito. Cádiz no se merece esto.
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