La ciudad muerta
El panorama es tan desolador que salir de casa se convierte en un acto heroico.
La pasada semana celebré un juicio de los que dan vida a cualquier abogado. El asunto enfrentaba a un hostelero, gerente de un conocido negocio, con los propietarios del local comercial. Sucede que el hostelero, inquilino pagador de una renta mensual nada desdeñable, solicitaba que ... judicialmente se redujera el importe de ese alquiler hasta que pasara esta pesadilla pandémica. Las razones que se arguyeron eran evidentes: confinamiento en marzo y abril, tímida apertura progresiva y condicionada desde mayo, limitación de horarios y aforo… Y sumado a eso, el dato nada despreciable de la fala de visitantes foráneos, la cascada de cierres de bares y comercios en todo el casco antiguo y la desmotivación que ello conlleva al consumidor local a darse su vueltecita gaditana y hacer ninguna paradita. El panorama es tan desolador que salir de casa se convierte en un acto heroico.
Y ahí está el tío. Al pie del cañón, impasible el ademán (él sabrá disculparme la licencia) y aguantando el chaparrón con paraguas destrozados, con los que cubre a siete familias que dependen directamente de ese toldo. Provocando relamidos con lo que ofrece, pero teniendo que rechazar clientela –y caja– que a veces no entiende de razones, de normas ni de aforo. Presentando un local que invita a disfrutarlo desde el primer vistazo pero que por aquellas limitaciones hay demasiadas veces que solo puedes mirarlo. Esa ojeada que muchos dimos curiosos y sorprendidos del atrevimiento que supuso aquella verdadera novedad en una calle que a pesar de su nombre solo acogía caducados. Y por eso estaba muerta.
Unos pioneros, cuyo éxito tuvo que servir de algún tipo de acicate para que otros se atrevieran a reconvertir una calle anodina en un lugar con oferta variada y donde primaba el buen gusto, ese bien cada vez tan escaso en esta bendita ciudad. Éxito que llegaba gracias al trabajo y la inversión. No se pueden imaginar ustedes cuánto se llegó a gastar –y cuánto cuesta pagarlo– para convertir «aquello» en el lugar tan exquisito que tantos han disfrutado.
Y precisamente para que ese verbo siga rigiendo, es decir, para que el negocio pueda seguir abierto y no se sume a la catarata de defunciones gaditanas, es por lo que se reclamaba la decisión judicial, habida cuenta de lo inútil que resultó la negociación previa con los propietarios.
Es esta una cuestión jurídica sobre la que existen sesudos debates entre jueces, abogados y catedráticos de Derecho (pocos políticos llegan a entenderlo) y en el que priman los latinajos y las posturas estupendas. En Cádiz, más partidarios de la claridad y el lenguaje directo, se resume en una regla de tres: si no me ayudas, cierro. Si cierro (y, conmigo, quince más), se nos va a quedar una ciudad perfecta…para irse.
Habrá que esperar la resolución y respetarla. Aunque resulte complicado hacerlo respecto a las posiciones de ciertos propietarios. Por poner un ejemplo clarificador del enfoque que algunos dan a la cuestión, resulta que uno de los abogados intervinientes en aquel juicio dijo, literalmente: «si no llega, que cierre; y, si le pierde dinero…mala suerte».
Ese es el nivel. Y posiblemente es reflejo de cuanto se han encontrado muchos de quienes han tenido que echar la baraja definitivamente en los últimos meses. Si seguimos con esa mentalidad pacata, la decadencia está asegurada. Menos mal que tenemos al Punta Jurado pintando murales. ¡Qué sería de Cádiz sin ese ingenio!