Atractivos
Nos alaban nuestro desparpajo, nuestra sencillez y la nobleza con la que nos presentamos al mundo
Los gaditanos seguimos gozando de simpatía donde vayamos. Cuando se nos escucha hablar y se nos pregunta, la revelación de nuestra procedencia provoca una inmediata sonrisa en el inquirente. Provocamos ese efecto aún sin ser naturalmente graciosos. Y, lo que es mejor aún y nos ... diferencia de algún vecino, sin que tengamos que hacérnoslo.
Nos alaban nuestro desparpajo, nuestra sencillez y la nobleza con la que nos presentamos al mundo. Lo sabemos. Nos sentimos queridos allá donde vamos. Y, como los mejores embajadores, utilizamos esa carta de presentación para abrir las puertas al forastero e invitarle a conocer nuestra tierra. Y ahí empieza el amargor.
La primera bofetada en nuestro orgullo la recibimos al quitarnos la careta. Una vez agotado el tópico de la chirigota, el desconocimiento acerca de la ciudad resulta desolador. Pero lo es aún más la irrelevancia a la que se nos relega aún cuando enarbolamos las historias que han ido formando nuestro pobre chauvinismo desde que Fray Jerónimo de la Concepción nos hiciera creer que éramos el Emporio del Orbe. Evidentemente, no hablo del conocimiento académico, sino del de la gente común. Esa que puede venir a visitarnos.
Fuera de Cádiz no saben de nuestra antigüedad trimilenara, o que tenemos el segundo teatro romano más antiguo del mundo (solo superado en antigüedad por el de Pompeya) y el segundo más grande de España. Si alguien logra asombrarse y nos pregunta, tenemos que contestarle que está enterrado y que solo se ve una pequeña parte que, además, está más tiempo cerrada que abierta y carece de contenido cultural alguno, a diferencia de otros como Mérida, Bolonia o Cartagena. Me temo que la misma explicación daremos durante muchos años sobre el muelle fenicio.
Tampoco logramos captar gran atención cuando hablamos de La Pepa. Y cuando se nos pregunta si semejante evento tiene algún monumento conmemorativo a la altura de la importancia con la que solemos tratarlo los cicerone gaditanos, tenemos que enseñarle la puerta cerrada y las placas de la plazuelita del Oratorio de San Felipe. Y excusarnos porque nadie tuvo la valentía y visión política suficientes para obviar a un pequeño grupo de padres de alumnos que impidieron que aquella joya se convirtiera en un conjunto museístico, académico y monumental lo suficientemente digno de la ciudad y de aquel momento histórico.
No les cuento ya la sorpresa del interlocutor cuando le descubres que Cádiz fue codiciada por ingleses, holandeses y demás piratas. O que fue el único territorio libre, junto a la Isla de León, en la España ocupada por Napoleón. De aquellas glorias solo podemos mostrarles unas murallas a punto de derrumbe y repletas de bóvedas usadas como garajes, talleres mecánicos y algún pequeño museo que, en un alarde de gestión, no interesa a nadie. Añadamos a eso una impresionante fortaleza marítima cerrada y procuremos que nuestro invitado no conozca Gibraltar y su explanada de casamatas para que no nos avergüence si nos pregunta por qué no podemos hacer aquí algo infinitamente mejor. Yo firmaría incluso por debajo.
Y el colofón llega cuando, orgullosos, desde la Torre de Tavira, regalamos a nuestro invitado la vista y el oído con historias de cuando Cádiz venía a ser la Manhattan del siglo XVIII. Lastimosamente, el orgullo se torna en bochorno al pisar la calle y mostrarles una ciudad decrépita, apática y, a veces, deplorable. Con locales cerrados, jardines convertidos en retretes, monumentos nacionales ocupados por tiendas de campaña y una desidia municipal solo comparable al tamaño de un trasero.
Claro que ¿para qué necesitamos ofrecer una ciudad atractiva? Este alcalde ya se basta por sí solo para que Cádiz sea conocida en toda España. A nivel.
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