Opinión
Asuntos sociales
Nadie acudió siquiera a sus bocinazos desesperados, en los que llamaba de todo a quien se pusiera delante
Me requiere una antigua compañera de colegio para que le sirva de altavoz, porque su indignación y hartazgo ha superado el límite de la razonabilidad exigible a cualquier ciudadano que contribuye, con sus impuestos, a mantener a la inmensa colmena administrativa que tan bien ... nos atiende y donde existen, sin duda, muchas obreras, pero son los zánganos quienes más se hacen notar.
La camaradería con MariCarmen –así se llama mi amiga– viene de un pupitre compartido en el Colegio Público Gadir en aquella peligrosa mitad de los años ochenta, cuando su enorme patio de zahorra, piedras y matorrales solo contaba con dos pequeñas islas de cemento donde en cada recreo se apiñaban ocho cursos de EGB (con clases de A, B e incluso C) a darle patadas a cuarenta y ocho balones mientras los menos deportistas se entretenían contando jeringuillas . Cada día se encontraban decenas junto al inmenso muro que, a pesar de su aspecto carcelario, era salvado cada noche por docenas de cadáveres vivientes que encontraban en aquel patio el refugio necesario para su festival de muerte. Y eso que en aquellos tiempos el colegio tenía un bedel con vivienda dentro del recinto. Evidentemente, se trataba de un adelantado a su tiempo. Uno de esos funcionarios comprometidos con la calidad del servicio público durante las ¿ocho? horas que duraba su jornada. El resto del día (y de la noche), podía arder Roma.
MariCarmen vivía en el barrio de Guillén Moreno y fue madre adolescente, con quince añitos. Ahora vive en Getafe y trabaja en el servicio municipal de basuras como barrendera. Es decir, que no estoy trasladando la queja de ningún peligroso elemento faccioso ni de ninguna pija portante de pulserita rojigualda. A priori, un target electoral de la pandilla del bajista viñero.
Resulta que MariCarmen mantiene –literalmente– familia en Cádiz. Concretamente un hermano con grado de discapacidad severa, dependiente en grado 3; y su padre, tutor de aquél y contador de ochenta y cinco almanaques en su haber. Esta persona tiene reconocidos los requisitos necesarios para recibir la imprescindible ayuda que deben prestarle los servicios sociales del Ayuntamiento de Cádiz. Ayuda que está reclamando desde agosto.
Le dijeron que el servicio sufría cierto bloqueo y su expediente tardaría unos tres meses en resolverse y hacerse efectivo. Ya han pasado siete. En este ínterin, el padre de MariCarmen ha sufrido una caída doméstica y la correlativa crisis de su hijo incapacitado para ayudarlo. Todo ello aderezado con innumerables correos electrónicos ignorados, llamadas desatendidas y una sensación de abandono atroz.
MariCarmen, que no es mujer que se amedrante ante las dificultades, perdió días de trabajo para bajar a Cádiz y cantarle alguna cuarentena a quienes cobran mensual y religiosamente por velar nuestro bienestar sin que necesiten profesar fe alguna. Y se encontró inmersa en una escena digna del mejor Berlanga. Le atendió una funcionaria detrás de una reja que impedía el acceso. No había nadie más en el centro. Fue recriminada por no tomar cita telefónica, porque –le dijeron– el servicio estaba colapsado. Allí mismo, desde la calle, lo hizo desde su móvil. La funcionaria desapareció tras una puerta. Y llamó una, dos y hasta veinte veces, sin éxito.
Nadie acudió siquiera a sus bocinazos desesperados, en los que llamaba de todo a quien se pusiera delante. Y es que a alguien debería caérsele la cara de vergüenza. Y no a ella, precisamente.