José Antonio Aparicio Florido
La hembra sin identificar que se llamaba María
Aquella mujer se llamaba María Rossi Sánchez y había sido esposa del almirante Juan Antonio Ruiz y López de Carvajal, descendiente de la casa de Atalaya Bermeja
Se puede nacer y vivir de muchas maneras, enamorarte del hijo de un marqués, parir muy joven, vivir bajo los sones de la música arrullando a tus hijos mientras tu marido interpreta una lejana melodía al piano o al violín, no tener que desear bienes ... codiciables y, al final, morir bajo los escombros de la casa de tu yerno en una calle de Cádiz, sin que nadie en absoluto venga a reconocer tu cadáver al cementerio, salvo un desconocido que pasaba por allí de nombre Antonio Magaña, sin aparente relación con María más allá de conocerla del barrio, y que te terminen enterrando de forma anónima como si no fueras nadie, como una “hembra sin identificar”.
Nunca llegó a figurar su nombre en el libro de inhumaciones de San José ni tampoco en el registro civil, pero su cuerpo se distinguía con claridad entre aquella hilera de cadáveres puestos al sol bajo el ardiente calor de agosto. Días o semanas después, el traqueteo desacompasado de una máquina de escribir y algunos retornos de carro ―muy pocos― hacían asomar por el rodillo una escueta nota en la que la Armada la declara oficialmente muerta, aunque no existiese constancia cierta del lugar donde fue enterrada. El último renglón decía: “Interesar el acta en extracto de defunción”. Y así quedó, daba igual lo que pudiera venir después; hasta el día de hoy.
Aquella mujer se llamaba María Rossi Sánchez y había sido esposa del almirante Juan Antonio Ruiz y López de Carvajal, descendiente de la casa de Atalaya Bermeja, con quien se casó muy pronto, del que dio a luz excesivamente pronto y del que enviudó necesariamente pronto dada su más que notable diferencia de edad. Él la conoció a ella en San Fernando, en uno de sus muchos destinos como ingeniero militar, tras enviudar de su primera mujer, Carmen Casaux, quien fuera la madre del violoncelista isleño Juan Antonio Ruiz-Casaux. Y en este punto es cuando todo comienza a cambiar. La boda con María convirtió al almirante de forma automática en el “desheredado” del linaje López de Carvajal. A veces pasa que segundas nupcias no son bienvenidas, aunque quizá también tuviera algo que ver la edad o quizá las formas. En la dispersión, su hijo músico, destacado alumno de las academias de San Fernando y de Santa Cecilia, se había trasladado a Madrid por insistencia de su mentor Salvador Viniegra para perfeccionar su carrera, y el almirante inició una nueva vida dando a luz a una hija a la que pusieron por nombre María Luisa Ruiz Rossi.
La noche del 18 de agosto de 1947, María, la viuda, se encontraba sentada en la mesa de un modesto comedor frente a su hija María Luisa, su yerno, Juan Cano Delgado, y su nieto José, los cuatro dispuestos a cenar entre ventanales abiertos para aprovechar la brisa. El único ausente era Juan Antonio, hermano mayor de José, quien había salido con su tío al Cine Cómico a ver la película “Tarzán y su hijo”. La casa de las celosías era una finca de Tolosa Latour de extraordinario porte, que uno no podía dejar de mirar al pasar por delante de ella. Hacía esquina con la calle Veinticuatro de Julio y era la única de dos plantas de su entorno, tan moderna y espaciosa que tenía por vecinos a la familia Palacios, a los Deudero y también a la de María Jiménez, la mujer de Camilo. Pero demasiado cercana al lugar de la explosión. La onda expansiva convirtió la parte trasera en una montaña de ladrillos, hundiendo la azotea, los suelos y tabiques interiores, vaciándola por completo y dejando frágilmente en pie el ángulo contrario de la fachada, con sus dos alturas aún visibles, por cuyas ventanas se podía contemplar el cielo raso. En total se recogieron allí trece muertos y cinco heridos, dos de ellos muy graves.
Todas las víctimas fueron plenamente identificadas, incluso las dos jóvenes visitas recién llegadas de Madrid que habían acudido a visitar a la familia Palacios para felicitarles por el nacimiento de su nuevo hijo, Juan Carlos, que aquella noche cumplía tan solo siete días. Uno de los cuerpos encontrados era el de María Luisa Ruiz Rossi, al tiempo que la misma brigada de infantería de marina que la extrajo del derrumbe rescataba con vida a su marido y a su hijo. Pero el nombre de María Rossi no aparecía inscrito en ninguna parte, salvo en aquella nota escrita a máquina que salió lentamente del rodillo del amanuense, envuelta entre humo de tabaco.
Cuando Juan Cano y su hijo José salieron del hospital, se reunieron con Juan Antonio, que no había podido acabar de ver el final de Tarzán. Los tres se fueron a vivir de forma provisional a casa de las hermanas de Juan, en San Fernando, donde aquella noche cenaron sardinas, arenque y arroz con leche. Nunca olvidarían aquella cena con olor a muerte y a canela.
El marido de María Luisa no tardó mucho en volverse a casar, como hicieron otras víctimas de la Explosión que se quedaron solos. Pero para aquella madrastra ―y no fue un caso único―, los hijos de la otras estorbaban, sobre todo si ya andaban rondando la mayoría de edad. Juan Antonio se alistó de marinero en la Armada y José se marchó a Madrid sin oficio ni beneficio. Sin dinero y sin hogar, recorrió a diario calles y avenidas, durmiendo en fríos bancos donde el rigor del invierno le llegó a congelar uno de los riñones. Un buen día, desesperado, se presentó en la entrada de la residencia de su tío, el violoncelista Ruiz-Cassaux, V Marqués de Atalaya Bermeja, donde le dijeron que aquella puerta no estaba abierta para él. Al final fue un hojalatero asiduo del rastro de Madrid quien se preocupó de él y le enseñó a hacer con sus manos unos jarrillos de metal que le demostraron la manera de poder sobrevivir en un mundo nuevo y solitario, lejos de los recuerdos de la Explosión y sin escuchar jamás ninguna otra sonata que mereciera la pena.