Javier Fornell
Sueños ahorcados en una valla inhumana
Hemos crecido jugando a matar en videojuegos, viendo violencia desmedida en televisiones y cines; viendo los telediarios como algo lejano que no nos afecta. Y eso nos ha hecho relativizar la vida humana
La vida parece haber extraviado el sentido real que tiene. Hace mucho que, como sociedad, hemos perdido el norte al hablar de vida y muerte. Hemos pasado de una vida sagrada a no importar lo qué ocurra a nuestro alrededor. Los que somos de una ... generación, hemos crecido jugando a matar en videojuegos, viendo violencia desmedida en televisiones y cines; viendo los telediarios como algo lejano que no nos afecta. Y eso nos ha hecho relativizar la vida humana.
En estos días, la DGT ha sacado una de sus impactantes campañas publicitarias con el lema de que solo nos importa si le ocurre a alguien cercano, o a un famoso. Y es real, lo vemos en todo. Nos volcamos con la guerra en Ucrania porque ellos «son como nosotros», muchos hablan español y, además, están a la puerta de casa. Pero miramos para otro lado cuando la guerra se da en Yemen o en Afganistán, como si ellos tuvieran lo que se merecen o no fueran más que el trasfondo para una nueva película.
Por eso, viendo lo que ha ocurrido en Melilla siento rabia e impotencia. Impotencia al no poder hacer nada para evitarlo. Rabia al escuchar a Pedro Sánchez justificar la macabra actitud de un gobierno marroquí que, hasta hace relativamente poco, miraba para otro lado. Como también hacemos nosotros, tratando a los asesinados (¿se le puede llamar de otra forma?) como meras estadísticas.
El problema de nuestras fronteras del sur no se va a solucionar a tiros. Es necesario ir a la raíz de la situación y entender que nadie abandona su hogar por gusto. Saber que no se va a solucionar poniendo vallas más altas ni con la policía marroquí disparando a la marabunta de almas desesperadas que tratan de dar el último salto al paraíso imaginado. Hay que entender que la situación en África es tan horrenda, en ocasiones, que muchos jóvenes se ven obligados a cruzar el mismo infierno para llegar a las puertas de una Europa que los espera a tiros. La solución es lenta y complicada y pasa por romper la brecha que separa ambos mundos; por crear allí las infraestructuras básicas que permitan que el mayor patrimonio africano (sus jóvenes) no sea expoliado por otros. La mejor forma de evitar estos dramas es darle las herramientas para poder crecer y desarrollarse en sus propios hogares; o, al menos, no robarles esas mismas herramientas.
Hace años conocí a un chico senegalés que me contó sus vivencias. Nos hartamos a llorar los dos mientras me narraba el sufrimiento, el dolor, el miedo, la añoranza, las violaciones,… y los sueños que le quedaban por cumplir o la alegría de verse en la península, lejos del horror sufrido. Desde entonces, veo a los migrantes con otros ojos; quizá gracias a este chico que convirtió lo lejano en cercano. Él me hizo comprender que la diferencia entre su vida y la mía era que habíamos nacido con una separación de 14 kilómetros, los que separan África de Europa. Los que separaban mi hogar tranquilo y alegre, del suyo marcado por guerrillas y hambrunas.