Javier Fornell
A María Rueda
A lo largo de nuestras vidas, entramos en contacto con muchas personas. Algunas, solo algunas, se convierten en ejemplo a seguir
A lo largo de nuestras vidas, entramos en contacto con muchas personas. Algunas, solo algunas, se convierten en ejemplo a seguir. Personas que, por su carisma, su corazón y su luz, llenan el espacio a su alrededor. En mi caso, una de esas personas fue ... María Rueda, que nos dejó el domingo.
Tuve la suerte de conocerla cuando llegué a Manos Unidas. Entonces, yo no era más que un niño de 16 años que iba a ser voluntario pensando que habría otros de mi quinta. Pero lo que me encontré fue a una señora mayor, grande y risueña, que me acogió y me enseñó la importancia de ayudar al otro, aunque no se vea su rostro.
Pero María sí fue rostro, el rostro de esas mujeres anónimas que luchaban por sacar algo que enviar a esos otros anónimos que están en los países en vía de desarrollo. Ella estaba al frente del taller de manualidades de San José y cada año lanzaba su mercadillo para conseguir un poquito más. Vital y alegre, había pasado años (toda una vida) trabajando en el Colegio Mayor Beato Diego y, conociéndola, estoy seguro de que todos los que estuvieron allí guardaran un recuerdo parecido al mío: el de una mujer que se hacía querer por todo el cariño que daba. Durante los años que fui delegado en Cádiz de Manos Unidas, aunque seguía siendo «su niño», ella fue un pilar fundamental para ayudarme en mi labor y darme fuerzas cuando estaba a punto de tirar la toalla. Recuerdo un día que me dijo «ayudar al vecino es fácil, le ves la cara; ayudar al que está lejos es más complicado ya que no sabes quién es». Pero María hacía fácil lo difícil. Transmitía alegría en cada paso dado, en cada reunión tenida.
Siempre he dicho que llegué a Manos Unidas buscando un grupo joven y me encontré con ‘niñas’ con mucha más vitalidad que cualquier joven. Dispuestas a lo que fuera por conseguir recursos para los más pobres entre los pobres; capaces de bailar en la calle, dar una conferencia, pasarse horas realizando artesanías y con la constancia de no faltar un día a su trabajo en delegación.
Ellas, con María a la cabeza, me enseñaron una verdad fundamental: ayudar alegra el alma. Ellas me mostraron un camino que he tratado de seguir, mejor o peor, a lo largo de mi vida. Y María siempre fue y será un referente en ese camino. La última vez que la vi, nos sacamos una foto que guardaré como recordatorio de sus enseñanzas: amar al prójimo, no perder la alegría, el poder de la sonrisa y la fuerza de voluntad.
Su marcha es una gran perdida para su familia y sus amigos. También para Manos Unidas y la parroquia de San José. Me resultará raro llegar un miércoles a la Delegación y que ella ya no esté. Pero lo que si estará es su legado, el dejado en el corazón de todos los que tuvimos la inmensa fortuna de conocerla. Estoy seguro de que cualquiera que la haya conocido diría lo mismo. Es extraño, pero es de esas personas que sientes siempre cerca, aunque no las veas tan a menudo. Como cristiano, sé que ahora estará en un lugar mejor, pero, egoístamente, no hubiera querido que se fuera.