Javier Fornell
Una ciudad multicolor
Vila se olvidó de que la vida no es tan multicolor como él pretendía que fuera la ciudad
Cuenta la leyenda que en una ciudad milenaria había un profeta bajo el sol. Un hombre ilustrado de ideas avanzadas que buscó la forma de mejorar la vida de sus conciudadanos. Él, como los políticos de otra época, sabía que su función era servir al ... pueblo para que el pueblo fuera feliz. Y cuando vio rostros grises y taciturnos decidió devolverles la alegría pintando la ciudad de colores. Con líneas que los incautos pensaban que llevarían al final del arcoíris, dónde un gran tesoro les aguardaría.
Pero cuando llegaban al final de la línea marcada, lo que había no era más que una máquina, con extraños botones, que comía una ficha tras otra. Esas que tanto esfuerzo le había costado ganar al incauto. Él, que alegre se acercaba en busca de viandas, de ropas o joyas a la vieja y chiquitita ciudad, veía como su dinero se perdía en aquellas máquinas tenebrosas que, como setas, habían crecido en la urbe. Lo peor, además, era que durante horas debía dar vueltas y vueltas en su coche buscando un lugar en el que poder dejarlo, antes de ir a la maldita máquina.
Nuestro amigo el político no se daba cuenta de ello. Él se sentía feliz, viendo como la ciudad prosperaba y los coches se alejaban de las calles para que sus vecinos pudieran pasear tranquilos, sentándose aquí y allí, en lugares antes imposibles para disfrutar de la ciudad. Pero un día se dio cuenta, olfateando el aire cual cerdito en busca de comida, que el olor a humo seguía impregnando todo.
–¿Cómo es posible?– se preguntó. Los coches ya no vienen y todos se mueven en bicicleta, a pie o en autobús. Pero el humo negro sigue flotando. No se había dado cuenta nuestro utópico servidor que aquellos coches que creía alejados de la ciudad, ahora rodaban mucho más tiempo, despacito, parando y acelerando dejando un reguero de contaminación. Tampoco se dio cuenta el político de que los autobuses que veía repletos eran tan viejos que la nueva promoción de universitarios era más joven que cualquiera de ellos. Y ellos también dejaban su reguero de putrefacción en el aire de la azulada Cádiz.
Érase una vez una ciudad chiquitina en la que la vida se movía al son de tanguillos y canallas que reían entre plazas abarrotadas de chiquillos jugando al fútbol. Una ciudad multicolor en la que había un concejal bajo el sol, y a ese concejal le llamaron Vila, Martín Vila. Y él, que en otro tiempo soñó con la revolución, se creyó Pancho Villa dispuesto a cambiar la vida de todos los de la villa.
Pero Vila se olvidó de que la vida no es tan multicolor como él pretendía que fuera la ciudad. A él le gustaba decir que, si el verde es esperanza, en verde oscuro siempre habrá un lugar, en naranja lo mismo te quedas sin plaza, y en azul… ¡Qué bonita es la ciudad! No pensó que con su arcoíris personal iba a liar un carajal de proporciones dantescas, que convertirán en rojo de completo los luminosos de los aparcamientos.
Y colorín, colorado este cuento se ha acabado, aunque ese color aún no lo ha usado, que siempre ha sido más de morado.