Jabón de Marsella
Porque, en los tiempos que vivimos, nada es lo que parece. Ni siquiera el superguay consejo ministerial de Pedro Sánchez; ni siquiera las superguays reacciones de los más reaccionarios del lugar
Imagino que cuando Raquel Welch se puso el primer bikini de la humanidad en ‘Hace un millón de años’, a nadie le dio por plantear si el yermo paisaje cavernícola por el que paseaba sus carnes lozanas era, en realidad, Lanzarote o la cuenca del Tigris. Lo mismo que nadie montó en cólera porque en ‘Por un puñado de dólares’ el desierto almeriense de Tabernas simulara ser el de Arizona. Las cosas del cine, pensarían todo lo más, igual que cuando en 1979 Cádiz fue La Habana con Sean Connery, o en 1988 fue la plaza de San Juan de Dios la que simulara ser la patria de Onassis. Cosas del cine, que es la industria de los sueños y los espejismos.
Fue más tarde, quizá después de descubrir que tras la imagen –siempre tan agradable de ver, por cierto– de Brad Pitt en ‘Troya’, sobrevolaba un avión, o que los romanos de ‘Ben-Hur’ llevaban reloj de pulsera, cuando nos dio por jugar a ser dioses y a impartir justicia poética sobre los rodajes cinematográficos. Molestó mucho que Halle Berry no jugara unos cartones tras su gloriosa salida del baño en La Caleta; tanto como que Tom Cruise cruzara en moto la calle Ancha sin pararse en Los Italianos a comerse un topolino. Muy cateto, lo sé. Pero es que somos muy catetos.
Que Cádiz lleve una semana convertida en Marsella también ha molestado al personal. Que si la ropa tendida en Sopranis era una vergüenza –en Trille he visto coladas más grandes, y sin cheque de por medio–, que si la plaza de las Canastas con tanta bombona de butano… Por no entrar en las «gravísimas molestias» que ha ocasionado el corte de tráfico en el Campo del Sur.
«Y todo para que no digan que es Cádiz», se quejaba un señor amargamente. Claro, porque si en mitad de la película saliera Blake Lively y dijera mirando a la cámara «esto es Cádiz», sería otra cosa. En fin. Es lo que tiene creerse el centro de este mundo y del que viene. Un comportamiento despiadadamente humano, que ni siquiera es patrimonio exclusivo de esta ciudad.
Seguro que en Marsella, con su aire cosmopolita de decadente Costa Azul, el rodaje es más caro, el alojamiento es más caro y el clima es mucho menos bondadoso.
Una factura demasiado alta incluso para Hollywood que tiene en ciudades como la nuestra el plató que necesita para seguir haciendo que todo en la vida sea cine. Y no hay que darle más vueltas. O no habría que dárselas.
Porque, en los tiempos que vivimos, nada es lo que parece. Ni siquiera el superguay consejo ministerial de Pedro Sánchez; ni siquiera las superguays reacciones de los más reaccionarios del lugar, alimentando un paternalismo asqueroso «¡Ya era hora de que una mujer ocupara la cartera de Economía!» «¡Y otra la de Hacienda!» –no es literal pero bien podría serlo, después de lo que llevamos visto y leído en los últimos días–; ni siquiera los nuevos socialistas que hasta horas antes de la moción de censura, se rasgaban las vestiduras porque Sánchez no era diputado.
Y ya sé que no es nada correcto, desde el punto de vista político, hacer comentarios o críticas a la nómina de ministras y ministros. Y también sé que la mayoría no dice lo que piensa –quizá por no perder el sillón o el micrófono–, pero a mí no me interesa lo más mínimo que el nuevo equipo ministerial esté integrado por más mujeres que hombres –la lástima es que todavía sorprenda–, ni tampoco me interesa destacar que el ministro de Cultura sea literato –ya lo fueron Echegaray, Azaña, Semprún y González Sinde, que después ganó un Planeta; lo fueron hasta Carmen Alborch y Esperanza Aguirre, aunque mejor le ahorro las referencias bibliográficas– o que el ministro de Ciencia sea un astronauta –también tuvimos marcianos que ocuparon una cartera similar–.
Lo siento, pero más allá de mi completa admiración por la estrategia de comunicación del Partido Socialista a la hora de dar a conocer la nómina ministerial –tres días con sus tres noches de expectación, como si esto fuera un sorteo–, no me interesa que los titulares destaquen que vamos a ser el Gobierno más moderno de Europa, por encima, incluso, de la modernidad de los países nórdicos, porque también lo fuimos con Rodríguez Zapatero y procuro olvidarlo ¿De qué nos sirvió, si la crisis se encargó de ensuciarlo todo?
Lo que de verdad me interesa es lo mismo que a usted: que el nuevo Gobierno esté a la altura de las circunstancias reales, no virtuales, y que cumpla los objetivos que se ha marcado. Que las nuevas ministras y ministros, y que el nuevo presidente, pongan toda su experiencia y su preparación –que el sobre el papel está más que probada– al servicio de las necesidades de este país tan castigado por políticas de corrupción y escándalos. Que haya un pacto común por lo realmente interesa, la sanidad, la educación, la justicia... Y que sea de verdad. Que no parezca Pamplona la calle Novena, y que, al final, no seamos un mero decorado de una política de escaparate, muy moderna, y muy efímera.
El jabón de Marsella, por cierto, va muy bien para limpiar las manchas difíciles. Mucho mejor a mano que a máquina, si se quiere un resultado efectivo. Y frotando, que es gerundio, y que deja la ropa muy escamondada.
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