Las intermitencias de la muerte

«Me estremece pensar que vivimos tan al margen de nosotros mismos que necesitamos, de vez en cuando, bofetadas de la más cruda realidad...»

Vuelvo a leer a José Saramago, ahora póstumo, veinte años después de que la Academia Sueca le concediera el Nobel, y me reafirmo en que la muerte no ha hecho más que mejorar su maravillosa prosa y actualizar de una manera espeluznante todo lo que ... dejó escrito en su obra. A veces pasa. Al menos, a mí me pasa, y me estremece pensar que vivimos tan al margen de nosotros mismos que necesitamos, de vez en cuando, bofetadas de la más cruda realidad y grandes dosis de sentido común. Hablaba Saramago de la «soberbia infinita» del ser humano, empeñado en vivir por siempre y en derrotar a la muerte cuando, en 2005, presentaba una de sus novelas más hermosas, la que comienza con la que, posiblemente, es la frase más demoledora de la literatura contemporánea «Al día siguiente no murió nadie». La novela se desarrolla en una sociedad que ha eliminado la muerte, por molesta, por dolorosa, por incómoda, por costosa y por fea. Toda una premonición, mas allá de las distopías, que entonces no supimos entender, porque “las palabras -escribía el portugués en este diario póstumo que ahora se edita- dicen siempre más de lo que nos imaginamos, y si no parecen decirlo en un momento determinado, es solo porque no ha llegado su hora”.

Pero a todo le llega su hora. Y la profecía parece haberse cumplido. Ahora que tanto hablamos de la total incorporación y aceptación de Halloween en nuestra cultura frente al deterioro de otras tradiciones más «nuestras» en torno al día de los difuntos, intentamos buscar la explicación en la aculturación yanqui, en el cine, en la diversión de los más pequeños… sin darnos cuenta -o sin querer darnos cuenta- de que hace mucho que apartamos la muerte de nuestras vidas, como si no dando nombre a la parca, como si evitando su presencia, esta fuese a olvidarse de su tarea. Todos lo hicimos.

Sacamos primero a nuestros muertos de sus camas para llevarlos a esos lugares impersonales, operativos y asépticos que se llaman tanatorios y que suelen estar siempre tan lejos, y tan escondidos para que a cualquiera se le quiten las ganas de ir. Convertimos las salas de duelo en pequeños recibidores de mesa camilla y sofá y sustituimos la calidez del consuelo y el café a media voz por un carrito de canapés y viandas, como si se tratara de una recepción de embajada cutre. Suprimimos, claro está, el llanto y el lamento por un libro de condolencias que nadie lee y que nadie escribe. Quitamos a todos los niños del medio, «son muy pequeños para saber de la muerte», decíamos. Y cerramos la puerta en cuanto oscurecía, negándole al muerto la última compañía en su última noche en este mundo. A todo lo que hacíamos antes, -el velatorio, el luto, la pena, los pésames y el ánimo- le pusimos la etiqueta de «antiguo», tan antiguo como el entierro, porque una vez desnaturalizados y alejados de las ciudades los cementerios, quedaba todo reducido, ahora, a un mero trámite de espera ante una puerta donde todo acaba. Y perdimos los referentes, como quien pierde el norte.

Ni entierro, ni cementerio, ni muerto, ni muerte. Con esto jugaba Saramago en «Las intermitencias de la muerte», con esa absurda idea de que tenemos que ser felices todo el rato, de que todos somos jóvenes, guapos, listos, ricos, e inmortales. Ese es uno de los problemas más graves de nuestra sociedad actual; no la inmortalidad, entiéndame. Sino la mala gestión de las emociones, la poca educación sentimental que tenemos y esa obsesión por eliminar el espacio y el tiempo, por eliminar, en definitiva, la trascendencia, y con ella, el duelo. Solo existen el aquí y el ahora. El resto hay que olvidarlo, y por las grietas del olvido es muy fácil que se cuelen las calabazas, los fantasmas, los caramelos y los vampLa tradición de visitar y adecentar las tumbas y recordar a nuestros muertos no es, como algunos quieren señalar para denostarla aún más, cosa de beatas y de iglesias. Está en todas las culturas, píenselo. Los romanos -tan poco cristianos ellos, por cierto- ya rendían culto a sus antepasados, al tiempo que les advertían del fatal desenlace, con aquella expresión «memento mori», que es tan hermosa como nuestro «recordar» que significa, por si usted lo ha olvidado, volver a pasar por el corazón. Traer de nuevo a nuestra memoria a los que se fueron, a los que nos acompañaron, a los que nos dieron la mano cuando aún no nos sosteníamos en pie. A los que tenemos olvidados.

Pero olvidar a nuestros muertos no nos libra de ellos. Tampoco el truco y el trato nos van a salvar de la única certeza que tenemos: la muerte es la última parada de la vida, pero la vida no puede avanzar sin la muerte, aunque parezca una paradoja. Recordar a los muertos es, también, celebrar la vida; y comprenderla.

No se trata de las castañas, ni de los huesos de santo, ni del Tenorio, ni siquiera de demonizar la fiesta de Halloween. Se trata de educar nuestros sentimientos más allá del infantilismo con el que esta sociedad nos adoctrina y mirar a nuestro alrededor. La vida es justamente eso, saber que, como escribía Saramago, «no todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que ríen, siempre habrá otros que lloren».

Y eso no admite truco alguno.

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