Las intermitencias de la muerte

«Me estremece pensar que vivimos tan al margen de nosotros mismos que necesitamos, de vez en cuando, bofetadas de la más cruda realidad...»

Yolanda Vallejo

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Vuelvo a leer a José Saramago, ahora póstumo, veinte años después de que la Academia Sueca le concediera el Nobel, y me reafirmo en que la muerte no ha hecho más que mejorar su maravillosa prosa y actualizar de una manera espeluznante todo lo que ... dejó escrito en su obra. A veces pasa. Al menos, a mí me pasa, y me estremece pensar que vivimos tan al margen de nosotros mismos que necesitamos, de vez en cuando, bofetadas de la más cruda realidad y grandes dosis de sentido común. Hablaba Saramago de la «soberbia infinita» del ser humano, empeñado en vivir por siempre y en derrotar a la muerte cuando, en 2005, presentaba una de sus novelas más hermosas, la que comienza con la que, posiblemente, es la frase más demoledora de la literatura contemporánea «Al día siguiente no murió nadie». La novela se desarrolla en una sociedad que ha eliminado la muerte, por molesta, por dolorosa, por incómoda, por costosa y por fea. Toda una premonición, mas allá de las distopías, que entonces no supimos entender, porque “las palabras -escribía el portugués en este diario póstumo que ahora se edita- dicen siempre más de lo que nos imaginamos, y si no parecen decirlo en un momento determinado, es solo porque no ha llegado su hora”.

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