OPINIÓN
«Voy en el AVE. Igual se pierde»
El futuro era distinto. Creímos que a estas alturas ya sabríamos teletransportarnos y que habríamos alcanzado un pacto de Estado por la educación
El futuro era distinto. Creímos que a estas alturas ya sabríamos teletransportarnos y que habríamos alcanzado un pacto de Estado por la educación. Hoy a miércoles de jornada de irreflexión, la modernidad es un AVE a cada hora entre Sevilla y Madrid. Andalucía estrena la mañana y el paisaje resbala sobre el cristal como el agua torrencial en un túnel de lavado de coches. Se suceden en ráfaga las sierras, las chozas, los postes, los trigos, las naves, una cuadrícula de olivos, barrancos, eucaliptos, jaramagos y picabueyes. Un halcón mantiene sobre un rastrojo su vuelo estacionario antes de picar sobre la presa, un ratón probablemente, quizás una musaraña. El tren corta la tierra limpiamente con precisión silenciosa de escalpelo. Nada se mueve dentro. España tocó el primer mundo cuando perdió el chacachá del tren y dejó de compartir la hogaza y la morcilla de Montellano en aquella ceremonia fiambrera que nos hacía tan humanos. La segunda modernización se parió en un vagón, y también el saqueo de un país entero. Mareo de acentos; el sueño americano. España fue, es y será una chaquetita de Teba en el AVE. El país partió de Santa Justa hace 25 años recién salidito de la máquina de rayos UVA con media docena de anillos de oro en los dedos y hoy llega a Madrid en dos horas treinta cuajadito de portátiles y hojas de excel. Los ejecutivos han ido tomando el sitio de aquella burguesía que saltaba de fiesta en fiesta entre la Gran Vía y el barrio de Santa Cruz –«Es que ahora se va en un momentito»–. El importe del billete cuando llegaba tarde fue lo primero que se devolvió en la historia de España.
Me duele el AVE porque hace 20 años que voy a Sevilla a desfallecer a la atardecida en la habitación de un hotel. Lo que le molesta a España es no tener parada en cada pueblo. Todas las gestas del ser humano tienen algo de descabellado. A finales del XIX, los británicos construyeron en Kenia un ferrocarril desde Mombasa al Lago Victoria y gracias a los currelas indios, los leones de Tsavo se pusieron que daba gusto verlos. Tuvieron la honradez de llamar a aquello ‘El tren lunático’. A este, Ander Izagirre le llama el tren de bastante velocidad y él es capaz de andar por la cuneta a cuatro patas marcha atrás con tal de no coger uno. Yo entiendo a Ander porque moverse así resulta de una utilidad insultante y llega uno a Atocha con jetlag como si pasara de verano a Navidad sin transitar sobre las hojas caídas del otoño. Con todo, para una generación entera de españoles, este parpadeo de ventanilla de verdes, sierras y esa oveja que discurre en último plano a 298 kilómetros por hora –‘ziummm’– es todo el campo que van a ver en su vida. El caballo de metal posee también un punto autobiográfico porque con él se cuenta el camino que va de de aquella España a esta, todo sobre una conversación telefónica a gritos, pregonando con regocijo la cima de lo hortera: la fiesta de anoche, el cohecho del consejero, el cochazo full equipe, el mangazo, la contabilidad, el puestito, la influencia, la amante, el peluco. Atentado al silencio en hora valle. Madrid espera nublada. Toros, cristal, asfalto, moción de censura. «Voy en el AVE. Igual se pierde».